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Publicado por
León

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Mar de fondo | carmen tapia

La Luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos./El niño la mira, mira./El niño la está mirando». García Lorca tampoco se resistió al embrujo de la Luna. Hay que mirar a la Luna con ojos de un niño para ilusionarse con lo que pasó hace cuarenta años. Hace cuatro décadas, a las cuatro de la mañana, yo estaba delante del televisor. Como a muchos otros, mis padres nos despertaron a mi hermano y a mí para que presenciáramos un acontecimiento que ellos calificaban de histórico. Mi recuerdo real es en blanco y negro, borroso, una imagen poco nítida en la pantalla. Por eso ha crecido con el tiempo. No soy capaz de reproducir lo que realmente ví, pero desde entonces no he dejado de mirar a la Luna. La busco cada noche después de aquella madrugada. Las imágenes se han grabado en mi memoria a fuerza de verlas repetidas en el tiempo, por eso sé lo que pasó hace cuarenta años. La única emoción que recuerdo es la que se respiraba en la salita, favorecida por los comentarios alentadores de mi padre y los de escepticismo de mi abuelo, que como todos los abuelos de España dudaban de esa proeza. ¿Quién de los dos tendrá razón?, pensé, incapaz, por mi edad, de analizar la situación. En ese momento llegué a la conclusión de que daba igual lo que estuviera pasando. La Luna ya estaba ligada a la historia del hombre. El otro día escuché a un ingeniero aeronáutico decir que la proeza de la Nasa se hizo gracias a un ordenador con capacidad tecnológica inferior a la del teléfono móvil actual y que se «colgó» en el momento justo de alunizaje. No me imagino a Houston aconsejando a Armstrong: «Apaga y vuelve a encender». Pero algo parecido debió de pasar porque al astronauta más frío y calculador de la expedición se le puso el corazón a 120 por hora. No me extraña. Somos legión los que atropellamos el corazón en las noches de Luna llena.