Diario de León
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Tribuna | Fernando GARCIA MARTINEZ

El progreso no se hace por sí solo. Es un proceso lento y que necesita de todos. Las aportaciones propias, de cada uno, han de ser positivas y constantes. Con frecuencia pensamos que los avances tecnológicos son los que contribuyen a un bienestar social mayor. Es verdad, pero es verdad en cuanto a bi enestar material se refiere. El estudio, la dedicación y el esfuerzo de algunos contribuyen de una forma perentoria y digna de todo elogio en este sentido. Pero no sólo de tecnología vive el hombre.

Sabido es que la paz personal y social es una tarea de todas las personas, que a nadie puede dejar indiferente. Si queremos que haya mejor habitabilidad en nuestro planeta, más paz y una convivencia encomiable, todos, sin excepción, debemos implicarnos a fondo. Y no valen aquí los silencios pasotas, cobardes, y menos conniventes. Hay que tener la suficiente valentía para denunciar lo que está mal, para implicarnos en las luchas por una mayor igualdad y por una justicia ecuánime, que ampare indistintamente a todo ser humano, sin distinción de razas, credos o posiciones de poder.

El silencio pasota es una forma tonta de desentenderse uno de la realidad. Eso de que «a mí me da igual», es un adagio sin sentido, puesto que si todo el mundo hiciera lo mismo nos veríamos sometidos a las directrices de unos pocos que nos sojuzgarían a su complacencia y harían de nuestra indiferencia el poder de sus caprichos. No valen después las quejas. Hoy está pasando mucho de esto. Nadie quiere involucrarse, pero sí quiere, cuando las cosas no le van bien, quejarse y exigir.

El silencio cobarde hemos también de desterrarlo. Si por temor nos callamos, si por no complicarnos la existencia renunciamos a hablar, a decir las verdades, estamos igualmente infringiendo uno de nuestros derechos más elementales para hacer de este mundo nuestro, un mundo más habitable y más digno para todos. Nunca podemos callarnos por miedo, por cobardía o por el prejuicio receloso y erróneo de que no vamos a conseguir nada. Aún seguiríamos en la prehistoria si nuestros antepasados así se hubiesen comportado. Y no creo que nos apeteciera. Hay muchos cauces para dar nuestra opinión, para reivindicar derechos, para testimoniar las convicciones y para exigir probidad y rectitud a nuestros próceres. Somos responsables, querámoslo o no, de nuestros actos pero también de nuestros silencios. Siempre he admirado mucho a las personas que han renunciado a la comodidad y han dado hasta su vida por la lucha de unos ideales justos, éticos, sociales, religiosos y morales. ¿Es lógico que nosotros después nos beneficiemos egoístamente de todo su esfuerzo? Reflexionemos.

Por último tenemos el silencio connivente. Creo, sin dudas, que es el peor de todos los silencios. Nunca debiera de existir. El ser cómplices de la intolerancia para beneficio propio, para medrar a la sombra del poder, para conquistar cimas, dinero, influencia, pisoteando al de al lado, no tiene nombre. Esas prerrogativas que conquistamos con elogios y subordinación servil a la sombra de nuestros mentores, indican el grado de persona que somos y la honestidad de la persona a la que servimos.

Hoy, lamentablemente, se perdido el sentido ético de la vida. Aquella solidaridad de antes, ha sido desterrada y la fuerza de la palabra, que era más que una ley, pasó a la historia. Todo se mueve ahora por razones de conveniencia y del propio beneficio, sin importarnos si es bueno, si es malo o simplemente si es conveniente. No nos damos cuenta de que somos nosotros quienes hacemos andar positiva o negativamente la sociedad. Que somos nosotros quienes estamos forjando un mejor o peor futuro. Que somos nosotros los que, con un silencio improcedente, con un silencio deleznable, apoyamos la sinrazón y hacemos que la sociedad, nuestra sociedad, no avance en derechos, en libertad y en una mayor concordia.

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