Portugal
Fronterizos | miguel a. varela
A principios de los ochenta, en medio del vértigo posmoderno que sacudió un país que celebraba la recién conseguida normalización democrática, se puso de moda un grito procedente de las rías gallegas, donde crecía una «movida» con características propias y con menos tontería que su homónima madrileña. «Menos mal que nos queda Portugal», decía «Siniestro Total», una banda que practicaba un punk divertido e iconoclasta como antídoto contra el aburrimiento y el desencanto. España entraba (tarde) en la modernidad y el país atlántico no interesaba a una población que quería ser como los europeos del norte. Portugal siguió siendo ese vecino más pobre que cantaba unas canciones tristes y melancólicas, al que apenas nos acercábamos a comprar toallas y a comer bacalhau. Los claveles se habían marchitado, los españoles éramos ricos y los mercados de Portobello o Camden Town resultaban más atractivos que las polvorientas librerías de viejo del Barrio Alto lisboeta. Luego descubrimos el desasosiego de Pessoa, el milenarismo de Agostinho da Silva, el universo poscolonial de Lobo Antunes, el mundo, tan cercano al noroeste, de Miguel Torga, las grandes parábolas de Saramago o, de este lado, los poemas de Antonio Pereira, que cruzaba la raya guiándose por el aroma. Incluso la música dio un giro y, sin abandonar sus raíces, aparecieron nombres (Dulce Pontes, Madredeus, Mariza, Misia, Maria Joao-¦) que sonaban a otra cosa. Pero, pese a todo, Portugal siguió siendo para los españoles un patio trasero poco conocido, un accidente geográfico de escaso interés aparcado en las brumas de la historia. Ahora nos dicen las encuestas que cuatro de cada diez portugueses estarían dispuestos a apoyar la integración de los dos países en una federación ibérica, una idea entre soñada por los libertarios y un puñado de poetas, pero absolutamente indiferente para la mayoría de los españoles.