Cataluña: ¿cierre en falso?
Panorama
Resulta inverosímil que el Tribunal Constitucional haya sido incapaz por causas técnicas de emitir sentencia en más de tres años sobre la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, contra cuyo texto se interpusieron siete recursos de inconstitucionalidad, dos de ellos muy completos y relevantes, los del Defensor del Pueblo y del Partido Popular. En consecuencia, no queda más remedio que pensar que ha habido en una mayoría de los magistrados de la institución clara voluntad de no asumir la responsabilidad política de desactivar una ley orgánica elaborada por el -˜establishment-™ con plena conciencia de que incluía aspectos inconstitucionales. En otras palabras, los juristas del Constitucional no han querido ser el ariete de un nuevo conflicto. Y es humanamente explicable tal conducta, por más que resulte indecorosa jurídicamente. De cualquier modo, el retraso del Constitucional ha tenido efectos ambiguos. De un lado, ha permitido reconducir un grave problema que fue planteado en términos abruptos, disolventes, peligrosos, como un agravio suscitado por la postergación de Cataluña, marginada injustamente en el anterior sistema de financiación autonómica. Tras la retirada de Jordi Pujol -estadista prudente que nunca hubiera llegado tan lejos-, Pasqual Maragall, secundado por la emergente Esquerra Republicana, planteó la reforma del Estatut como el medio de superar aquel relegamiento, que en teoría quedó probado con la publicación de las balanzas fiscales. La historia es conocida: en 2003 arrancó un tormentoso y tortuoso proceso de elaboración de la carta estatutaria, sobre bases desmesuradas y rupturistas, que finalmente fue aprobada por el Parlament el 30 de septiembre del 2005 con la sola oposición del PP. Comenzó entonces la tramitación parlamentaria del Estatut, que fue aprobado en mayo del 2006. Previamente -el 21 de enero-, José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Mas habían pactado la reconducción de los aspectos más polémicos. Pero el Estatuto mantenía la inaceptable bilateralidad y un trato financiero específico para Cataluña que era de imposible encaje en la Carta Magna. Mientras tanto, otras seis comunidades autónomas han reformado su estatuto sobre las principales pautas del modelo catalán.
El modelo finalmente aprobado satisface las aspiraciones económicas de Cataluña pero no responde a las exigencias del Estatut. CiU ha detectado hasta nueve graves incumplimientos. Pero pese a la disidencia de los nacionalistas, la fórmula ha pacificado el panorama a costa de transferir desde el Estado a las comunidades caudales mucho mayores de recursos. Los constitucionalistas más solventes afirman en voz baja -no conviene despertar a la fiera nacionalista- que para este viaje no hacían falta alforjas.
El viejo contencioso ha desaparecido del primer plano y Cataluña respira plácida tras conseguir sus pretensiones. Si el tribunal hubiera declarado la inconstitucionalidad del Estatut durante el proceso de negociación de la financiación, probablemente se hubiera podido llegar a la misma conclusión, pero en medio de una colosal algarabía. Ahora, aunque el Constitucional ponga en duda algunos aspectos de la carta, la reacción será sin duda mucho más tranquila. Pero el problema se habrá adormecido, no resuelto. En otras palabras, no es seguro que el asunto no se haya cerrado en falso. Deberíamos estar prevenidos para ello.