Debate sobre flexiseguridad
Panorama | antonio papell
Resulta muy difícil de explicar y de entender el fracaso del diálogo social en España, y por motivos al parecer muy primarios, cuando en todos los países occidentales está vivo un arduo debate sobre las reformas del empleo y del mercado laboral que es pre ciso introducir para afrontar los retos novedosos de la globalización; debate iniciado mucho antes de que la crisis económica añadiera una urgencia extraordinaria a la discusión.
Es bien conocido que desde que en marzo del año 2000 el Consejo Europeo lanzara la estrategia de Lisboa, un ambicioso plan de reformas económicas encaminado a conseguir mayores cotas de competitividad mediante la innovación, la investigación y la educación, la Unión Europea ha trabajado en pro de acciones encaminadas a estimular el desarrollo y la generación de empleo.
Es evidente, sin embargo, que este debate no es neutro, y habría que pecar de ingenuidad para no ver que la materialización de este concepto resume el debate ideológico de fondo entre la derecha y la izquierda europeas. Hasta el momento, la experiencia más cuajada sobre flexiseguridad ha sido la danesa, de corte socialdemócrata. Rasmussen, primer mininstro danés elegido en 1993, se enfrentó a un elevado paro -”el 13%, insólito en aquel país-”, con baja actividad y alto endeudamiento. La receta, anterior a la Tercera Vía de Blair, fue la desregulación del mercado de trabajo, la aplicación de grandes inversiones en investigación y educación y una reformulación de las políticas socialdemócratas de bienestar. Las empresas ganaron competitividad y los trabajadores disfrutaron de una mayor seguridad en sentido amplio. En 2001, cuando Rasmussen concluyó su segunda legislatura, el paro era del 4%, la deuda se había reducido considerablemente y el país se hallaba en una senda de gran prosperidad.
La necesidad de lograr un equilibrio entre los dos términos del binomio flexibilidad-seguridad justifica sobradamente el diálogo social a dos bandas, bajo el impulso y el arbitraje del Gobierno, que debe inspirar las pautas tendentes al bien común. Con la particularidad de que el dinamismo de la nueva economía, que ha de desarrollarse en el marco de la competencia global, modifica por fuerza los viejos conceptos. Así, los derechos de los trabajadores ya no pueden concebirse en un sentido estático: la aspiración del sindicalismo debe consistir en que el trabajador consiga adaptarse sucesivamente mediante la formación a las demandas cambiantes del mercado del empleo, con la garantía de que, en los intervalos, disfrutará de protección pública.
En estos planteamientos, viejos conceptos como el coste del despido pierden por completo su significación. Y el trabajo adquiere un sentido creativo e innovador que representa para el trabajador la salida de la cadena de montaje y la entrada en un mercado de oportunidades crecientes. En todo caso, el contenido ideológico de estas propuestas no debería ser obstáculo para avanzar: como puede verse en la Alemania actual, por ejemplo, la derecha y la izquierda tienen ideas muy semejantes sobre estas cuestiones, en las que capital y trabajo han dejado definitivamente de ser rivales irreconciliables.