Ver morir
Aquí y ahora | rafael torres
S i algú n día, suponiendo que España vaya para adelante y no para atrás, desaparecen los aquelarres taurinos como plato fuerte de las fiestas patronales, los informativos de la televisión se verán en tan grande apuro que, a la desesperada para rellenar sus emisiones de agosto, tendrán incluso que prestarle alguna atención a la cultura.
Con los Sanfermines, las televisiones disfrutan, pues les garantizan una regular provisión de heridos por asta de toro y de reportajes costumbristas, los mismos todos los años, como complemento, pero a primeros de julio los políticos siguen chupando cámara y diciendo cosas, y pese a retransmitir en directo los encierros, no se les puede sacar todo el partido posible. ¡Lo que darían porque los Sanfermines se celebraran en agosto! Sin embargo, ahí están los miles de encierros y capeas menores para saciar la sed de contemplar en vivo el dolor, cuando no la muerte, de un semejante.
Porque si desoladoras suelen ser esas celebraciones cuyo eje es el maltrato a los animales y el automaltrato de los que los maltratan, más lo es, si cabe, la delectación con que los noticiarios se ocupan de sus sangrientas consecuencias, también las mismas cada año. Una, dos, tres, veinte, cien veces repiten los telediarios las imágenes de los ensartados, de los reventados contra las talanqueras, de los que vuelan por el aire y caen, desarticulados, inertes, rotos, al albero o al empedrado. Una y otra vez, utilizando la moviola para que el espectador no pierda un detalle de la muerte.
Pero, ¿cómo creía el espectador atozinado que presta sus ojos a ese dislate que era la muerte? La muerte es sólo eso: en un instante, la persona es, tiene nombre, familia, domicilio, amigos, proyectos, amarguras, ilusiones, brillo en los ojos, y al instante siguiente, ni siquiera un segundo después, ya no es nada ni tiene nada, y desde ese momento empieza a amontonarse sobre ella el polvo del olvido. Tanto les fascina a las televisiones retransmitir eso, que hasta echan mano de los traspasados en Quito o en Bogotá. Pues la muerte, en esa su variante más absurda, es igual.