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León

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En blanco | javier tomé

Puesto que la muerte no piensa tomarse vacaciones, estos días condimentados por una ola de calor que pone los termómetros al rojo vivo resultan especialmente insoportables para el sector más vulnerable de la población. Me refiero a ese colectivo de veteranos, conocidos según la expresión políticamente correcta como «tercera edad», que dejó tiempo atrás la magia de la juventud, mientras que a cambio puede presumir con todo fundamento de llevar a cuestas una mochila cargada de experiencias y vivencias. Contando siempre con los caprichosos devaneos del azar, somos arquitectos de nuestro propio destino y saber envejecer constituye una obra maestra de sabiduría, aparte de ser uno de los pasajes más complicados dentro del gran arte que es la vida. Nos han tocado unos tiempos descocados, para los que la vejez es otro síntoma de enfermedad y, por ello, las más terribles injusticias suelen poner la música final a cada historia.

Las familias ven ahora a sus mayores como carne de cañón destinada a las escombreras humanas que se hacen pasar por acogedores receptáculos para que los respectivos viejecitos lindos no incordien en demasía. Y todo ello mirando de reojo a las cartillas bancarias, no sea que semejantes rarezas de feria agoten sus huchas y encima haya que palmar dinero. Un rosario de penalidades que jalona el tránsito final de los ancianos, inmersos en su penosa aritmética de supervivencia. Llevados por la dignidad de los vencidos se sobreponen a su modo y manera al tremendo coste del desprecio, en unos minidramas personales que ponen los pelos de punta. La vivencia dramática de la soledad se hace aún más dura en plena canícula, dando forma a un escenario de desolación en el que la muerte supone el último escondite. La gente se ha olvidado de que el juguete más sencillo, aquél que hasta el niño más pequeño puede manejar, se llama abuelo.