LA OPINIÓN DEL LECTOR (I)
Cuestiones de Perogrullo sobre los incendios (VI)
Estos días, al comentar las noticias incendiarias que venían en nuestro periódico, por miedo a pasarme de espacio en la carta al director, dejé sin comentario los dos incendios de Villafranca, del Bierzo que «calcinaron diez hectáreas de matorral, roble, encina y jara». Aunque hoy la carta va a ir de experimentos caseros —de cocina y agua oxigenada— sobre el fuego, tema que nos preocupa, quiero dedicarle unas líneas a lo de Villafranca. Siento que el cronista berciano no nos haya enviado un par de fotografía del antes y el después de las hectáreas calcinadas: acostumbran a ser aleccionadoras… Me asombra la precisión horaria —«2.50 de la mañana y tres y media de la madrugada»— con que se señalan los respectivos inicios incendiarios… Quien vio las llamas –me imagino—comunicaría de inmediato –112, 091, etcétera—lo que estaba viendo… ¿Cómo es posible, entonces, que se extinguieran primero el matorral, «en torno a las siete», y después, el matorral, roble, encina y jaras, «a las cuatro de la tarde»… Se acostumbra a leer en este tipo de noticias: «Que el fuego está o fue controlado a las…». Yo creo –desde aquí y desde la pequeña experiencia que tengo en estos menesteres—, que se confunden de verbo: donde dicen «controlado» deberían decir «consumdo»… El fuego —¿tendré que repetirlo, señores del jurado, setenta veces siete— se apaga, se controla sólo con agua…? Pues bien, dicho lo dicho, vayamos al experimento casero, de cocina y con agua oxigenada que acabo de anunciar. Trátase de una familia –matrimonio y dos hijos, chico y chica de entre doce y trece años—que tienen la dicha de estar veraneando en su casita mona –digamos en Boñar—, con jardíncito particular, garaje y rampa de acceso al mismo… Para hacerlo más familiar, les voy a poner nombres: los padres, Carlos y Nieves; los arrapiezos, Alberto y Verónica. Ahí queda eso-. Y, ya en el experimento: arrúguense convenientemente cada una de las hojas de un periódico –no el Diario de León, si fuere posible—, háganse con ellas seis montoncitos a lo largo de la rampa de acceso, separados entre sí unos dos metros; coja cada uno su capacito y ¡a llenarlos de garabullos y hojarasca!, que luego apelmazarán cuidadosamente sobre cada uno de los montoncitos de papel arrugado de la rampa; selecciónese de entre la garabullada una ramita de un metro de longitud, mas menos; póngasele en la punta a esta ramita una torodita mínima de algodón bien sujeta; llénese la regadera de las macetas con no más de cinco litrillos de agua, que va a manejar, en su momento, Verónica –pizpireta ya ella como nadie-- y llénese asimismo, al máximo ahora, también con agua del grifo, el pulverizador más grande de que se disponga, que manejará en su momento Alberto –listo como el hambre, que va apara ingeniero de montes–; imprégnese, para ir terminado los preparativos, la torondita de algodón con unas gotitas de alcohol de 90 grados —podría valer el orujo del Bierzo; pero sería una pena—; enciéndase con el mechero y désele a Alberto —que le encantará el asunto— para que vaya prendiéndole fuego con ella a cada uno de los montoncitos de la rampa; cuando las llamas hayan alcanzado la altura prudencial de un metro —pongo por caso— que las recorra Alberto —pulverizador en ristre— forrándose de soplarlas con el pulverizador y su contenido de agua, hasta que se aburra del inútil intento extintor; dese ahora paso a Verónica –regaderita de jardineras en mano– y que vaya «regando», como si de geranios se tratase, las seis fogatas, seis de la rampa. Y, con el asombro y consiguiente rabieta de Alberto, veremos como se extinguen automáticamente las seis fogatas seis del experimento… ¡Ergo, señores del jurado! A apearse de una vez del guindo y a comprar regaderas volanderas helecópteras. Y si no las hubiera o hubiese en sus almacenes, ¡a los chinos: que las tienen de oferta y en rebajas: tres por una. Y por hoy baste, señor director, que mañana, si usted se lo permitiere, Courel seguirá en el intento con tela comburente que cortar…