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León

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A esgaya | emilio gancedo

De la consigna y la pancarta a una marc a de gayumbos. De la manifestación y el comité a las camisetas estampadas y unas cañas por La Latina. Ser rebelde, aquel valor, aquella pose, aquel compromiso, a veces dolorosamente sincero, otras producto de la inercia social, en todo caso efervescente, vital, ingenuo, irreverente o peligroso, ha venido desaguando en nuestros días en cuatro eslóganes publicitarios y unos pantalones caídos.

Se puso tan de moda, era tan prestigioso, ser o parecer rebelde, que todo el mundo lo fue, así que se dio la vuelta el calcetín y lo inconformista, lo a contracorriente, lo que conllevaba prestigio en los años locos de la juventud fue, justo después de la caída del mito, en los flojos años noventa, el hecho de ganar mucho dinero, pegar el pelotazo y darse a la gran vida. Ahora, es curioso, regresa con fuerza el idealismo, pero en rara coyunda con el consumismo apisonador, lo cual nos ofrece, cada día, imágenes inquietantes y dislocadas.

Y, sin embargo, éste es el momento. El gran reto para aquellos que deseen (o no puedan por menos de) pensar por sí mismos. Estamos ante una de las etapas más atemorizadas y más dirigidas de la historia del sapiens. El control del miedo y del placer a través de la tecnología y del sistema nunca había alcanzado tales cotas de siniestra perfección, por no hablar del aspecto económico. Trabaja así, produce esto, teme a aquellos, diviértete aquí, y nunca te salgas de la linde.

La rebeldía en nuestro tiempo tiene poco que ver con uniformes, contraseñas o facciones. Precisamente va contra ellas. Es el formidable desafío de ponerlo todo en cuarentena, de dudar siempre, de buscar la verdad escurridiza y alargada aunque eso nos obligue a replantearnos, una y otra vez, nuestras propias convicciones. El sectarismo, ven ga de donde venga, esa terrible lacra del mundo moderno, es la gran traba a la libertad del hombre. E insulta a nuestra inteligencia.