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León

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Panorama | antonio papell

El gobierno tripartito de Cataluña, guiado y moderado por Montilla, ha reducido plausiblemente el grado de confrontación que comenzaba a manifestarse ante la expectativa de una sentencia del Constitucional que, en lugar de ser simplemente interpretativa, desmonte algunas partes vitales de la Carta catalana. En efecto, de las filtraciones habidas se sospecha que el tribunal podría oponerse al término nación en el preámbulo o a la obligatoriedad de conocer el catalán (art. 6.2). Igualmente, podrían decaer algunas instituciones como el Defensor del Pueblo de Cataluña, que colisiona con el definido constitucionalmente, o determinadas competencias que el art. 149 de la Constitución enuncia como «exclusivas del Estado». Como es conocido, el tripartito, reunido el martes pasado para analizar la situación, descartó la celebración de una manifestación preventiva el Onze de Septembre como quería Carod-Rovira y desechó respuestas airadas como la que auspició el conseller socialista Ernest Maragall en un artículo. Por boca de Saura, el Ejecutivo anunció el acatamiento de la sentencia, aunque, si se mutilaba significativamente el Estatut, habría que recomponer el pacto de Cataluña con el Estado. Y citaba dos vías para ello: el recurso al artículo 150.2 de la Constitución, que permite transferir mediante ley orgánica competencias exclusivas del Estado a las autonomías, y la reforma de las leyes orgánicas vigentes que se opusieran a algún aspecto de la Carta catalana. El planteamiento es correcto, salvo en su fundamento conceptual. Cabe, en efecto, la posibilidad de reconducir algunos aspectos del Estatuto que queden eliminados o constreñidos en exceso en el supuesto, todavía teórico, de que la sentencia declare la inconstitucionalidad de parte de la norma. Pero en modo alguno puede esgrimirse pacto alguno de Cataluña con el Estado para invocar esta nueva negociación. Ya se sabe que el soberanismo ve en el Estatut un pacto confederal. Es lo que quiere decir CiU cuando afirma al respecto de la futura sentencia del TC que «la última palabra la tiene el pueblo de Cataluña». Pero no deberíamos llamarnos a engaño. Con esta Constitución, la soberanía popular reside en la totalidad del pueblo español. Y la soberanía es, por definición, indivisible. Ello no impide que sea un sinsentido que el Tribunal Constitucional pueda ser llamado a enmendar la plana a la voluntad popular expresada en referéndum, como es el caso. Los propios constitucionalistas denuncian el conflicto suscitado por este aspecto tasado de la Constitución, que impone referendos autonómicos sobre textos que todavía no tienen la sanción de constitucionalidad. Lo razonable sería que los recursos ante el TC tan sólo pudieran ser planteados y hubieran de resolverse antes y no después de la consulta popular. Podría tomarse en cuenta esta disfunción en futuras reformas de la Constitución, si es que llegan, pero tampoco hay que dar demasiada importancia a estas querellas, que no tienen su origen en el rigor jurídico sino en la avidez del soberanismo. Sea cual sea la sentencia del TC, el encaje de Cataluña en el Estado seguirá siendo polémico y tormentoso mientras haya partidos nacionalistas que hagan de la reivindicación su objetivo permanente. De entrada, CiU ya se ha opuesto al modelo de financiación. ¿Puede alguien pensar que no hará de este asunto cuestión vital el día en que los epígonos de Pujol consigan el poder?