La paz cumple setenta, que cumpla muchos más
Tribuna | José Luis Gavilanes Laso
escritor
Corría el 1 de septiembre de 1939. En la sala de espera de una estación polaca próxima a la frontera alemana entra un funcionario gritando: «¡Han entrado los alemanes! ¡Es la guerra!» Día espléndido. Del exterior llegaba el despreocupado gorjeo de los pájaros que, en ligero juego amoroso, se dejaban llevar por una suave brisa. En el dorado fulgor de la luz mecíanse los árboles, como si sus hojas quisieran tocarse lentamente como labios amantes. Una vez más la Naturaleza ignoraba los sinsabores de sus criaturas. Comenzaba la segunda guerra mundial en la vetusta Europa, como correlato a los horrores de la nuestra recién acabada, y segunda parte de otra anterior. Un nuevo y amplificado sin sentido más, de los muchos que habían acontecido en el viejo continente, protagonizado por seres -œinteligentes- para demostrar que el instinto, los intereses materiales y la barbarie están por encima de la cultura, la civilización y el espíritu. Paradójicamente, como en todas los conflictos bélicos anteriores, si se hubiese preguntado previamente a los millones de protagonistas, muy pocos se habrían sumado voluntariamente a la lucha. Luego, la causa eran otras fuerzas: sociales, económicas y políticas, las que, a través del optimismo barato de políticos y militares sin escrúpulo, cuya vanidad y falso heroísmo no se harta nunca de víctimas extrañas, empujaban a las masas hacia el sufrimiento, la desesperación y la muerte. Sin olvidar el coro de trapaceros de la guerra que hacen sus negocios al amparo de la tragedia. Una vez entrados en la brutalidad, ha de tenerse en cuenta que lo que se dé a la humanidad se roba a la patria. De lo contrario te llamarán «derrotista», el mayor culpable de lesa patria.
Pocos años antes del estallido de la primera guerra mundial, Europa rebosaba de optimismo, positivismo y confianza sin reserva en el progreso. No había ni una sola causa razonable, ni siquiera un motivo serio para la guerra. No estaban en juego ideas, como ocurriría en la segunda; apenas si lo estaban los pequeños distritos fronterizos. Y allí estaban, por si acaso: la Internacional socialista, con millones de afiliados en ambos bandos, que en su programa negaba radicalmente la guerra; los poderosos grupos católicos bajo la dirección del Papa; algunos truts de organización internacional; había luego algunos políticos comprensivos que se sublevaban contra las subterráneas maquinaciones belicistas; a lo que había que sumar los escritores, aunque, como siempre, aislados en forma individualista, convencidos de que la fuerza espiritual, moral de Europa, se manifestaría triunfante en el último momento. Pero, a pesar de estos frenos, parecía como si un exceso de energía, fruto del dinamismo que se había almacenado en cuarenta años de paz, se hiciese irrefrenable y quisiera descargar a la fuerza como una tempestad. El terror primitivo a la guerra, que nadie quería, se transformó de repente en entusiasmo. En los países beligerantes se hicieron manifestaciones en las calles; en todas partes flameaban banderas y se escuchaba música; los jóvenes reclutas marchaban en triunfo, con los rostros iluminados. Todas las diferencias de clase, de idioma, de posición y religión quedaron ahogadas por un instante en el conmovedor sentimiento de fraternidad. Los soldados iban felices y ajenos al juego estúpido y macabro de la guerra, con tal entusiasmo, que viéndolos marchar hacia la punta de una bayoneta enemiga, pareciera creer más bien que iban a una diversión. Comenzaba de este modo una guerra romántica, que luego sería imitada con el mismo fervor en España entre rojos y azules, pero ya con otros ingredientes que alcanzarían su apogeo en la inmediata segunda conflagración mundial, donde el elemento romántico desaparecería por completo.
¿Por qué las masas no se inflaron en 1939 con la misma entusiasta locura de 1914? ¿Por qué respondieron al llamamiento simplemente, con serenidad y decisión silenciosa y fatalista? ¿No estaba en juego lo mismo, no se trataba incluso de algo más, de algo más sagrado, de algo superior, que fue una guerra de ideas (nacionalsocialismo, fascismo, comunismo y capitalismo) y no simplemente una lucha de fronteras y colonias? La respuesta es sencilla. El mundo de 1939 ya no disponía de tanta credulidad infantil, de tanto romanticismo, de tanta ingenuidad como el de 1914. En 1939 los soldados tomaban el fusil, y las mujeres dejaban marchar a sus hijos, pero ya no como en otra hora, con la fe inquebrantable de que era inevitable el sacrificio. Se obedecía, pero no se prorrumpía en júbilo. Los hombres marchaban al frente, pero ya no soñaban con convertirse en héroes. Les faltaba aquel sentido épico del combate. Cada individuo sabía ya que no era más que una víctima de la necesidad humana y política o de una fuerza del destino. La generación de 1939, contrariamente al de 1914, conocía la guerra. Ya no se engañaba. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabía que duraría años y años, un lapso insustituible de la vida. Se conocían de antemano, a través de los diarios y del cinematógrafo, sus nuevas artes técnico-diabólicas. Se sabía que en 1939 una guerra mundial sería, por obra de la mecanización desalmada, mil veces más bestial, más inhumana que todas las guerras anteriores de la humanidad. Se sabía que la guerra no remediaba nada. Porque se recordaba demasiado claramente todos los desengaños que siguieron a la anterior: depauperación en vez de enriquecimiento; amargura en vez de pacificación; carestía, desvalorización, pérdida de la libertad civil, esclavización al servicio del Estado, desconfianza de todos hacia todos, revanchismo. La guerra de 1914 servía todavía a una ilusión, al sueño de un mundo más justo, mejor, más pacífico. Y sólo la ilusión, no el saber, da la felicidad. Por eso las víctimas de entonces marchaban hacia el tajo de carnicero jubilosas, embriagadas; por eso las calles retumbaban y brillaban como en momentos de fiesta.
Han transcurrido setenta años desde la última confrontación bélica a escala planetaria. Por fortuna la longevidad de la paz nada tiene que ver con la de las personas. Nunca la vieja Europa, salvo pequeños y cortos sarpullidos por cuestiones étnico-fronterizas, ha gozado de tanto tiempo de paz. Tiene la conciencia de que una tercera ya no posibilitaría para nunca una cuarta. Y en esas estamos, con la esperanza paradójicamente puesta en el temor. Mucho han cambiado las cosas. Los peligros que tras la segunda guerra nos amenazaban ya no existen: ni el militarismo alemán ni el expansionismo soviético. Y hay una unidad europea, aunque sólo sea económica, no espiritual. Pero, no nos engañemos, una de las lecciones más preclaras que la Historia nos enseña es que el hombre no aprende nada de ella. Por ello está condenado a repetirla como un círculo vicioso y fatal.