Diario de León
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León

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Contracorriente miguel paz cabanas

Me acuerdo de un viaje realizado hace tiempo por carreteras andaluzas en el que al mirar por la ventana descubrías h ornos y lavadoras tirados en los arcenes y de comentarle a mi compañero que esas cosas sólo sucedían en el sur. Recientemente, haciendo la ruta de la plata, mientras cruzaba tierras castellanoleonesas, iba a encontrarme con la horma de mi propio zapato. Esta vez me desplazaba en autocar (soportando la radio a todo volumen de un chofer muy cortés), por lo que la panorámica que me ofrecían los cristales era mucho mejor: es verdad que no identifiqué ningún electrodoméstico arrojado a la carretera, pero tuve motivos de sobra para sentirme igualmente desolado. A la entrada y salida de muchos pueblos, se elevaba la misma iconografía decrépita y chatarreril: aperos abandonados a la intemperie, muros derruidos, casuchas desvencijadas, solares calcinados o convertidos en escombreras, y un largo rosario de puticlubs, tapiales groseros y bares ruinosos. Es decir, un canto a la miseria y la dejadez, una intrusión de la caspa mesetaria en pleno siglo veintiuno. Nada que ver con esos pueblos cuidados que uno puede descubrir por media Europa, en Francia sin ir más lejos, donde, por puro espíritu cívico y sentido de la belleza, sus responsables y ciudadanos no los dejan caerse a pedazos. Resulta descorazonador pensar que aquí no es así, que ni a las autoridades ni a los vecinos parece importarles gran cosa, como si la prosperidad y la decencia de un país no empezara por preservar el decoro de todos -”subrayo lo de todos-” los pueblos que lo configuran. Eso me recuerda que tanto en Andalucía como en Castilla y León llevan gobernando veinte años los mismos, y que a lo mejor lo que pasa es que el voto y el poder sólo son un reflejo de la misma calamidad. Pues nada, a seguir así, silbando en las urnas y rebozándonos en la salsa de nuestra propia estupidez.

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