Diario de León
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Tribuna | Enrique Cimas

periodista

Cruza el jardín de San Francisco con paso corto y decidido. Viste generalmente de negro; no al estilo de la Bernarda Alba, de Federico García Lorca, apesadumbrada y reducida el recuerdo insufrible de su viudez patética. No, María -”mirada clara y humilde-”sonríe desde su tez, todavía tersa (hace años tuvo que ser muy guapa) como una figurina de Watteau. Con su estampa candorosa, como de ángel, no precisamente caído -”en todo caso encorvado-” sonríe, ya digo, a todo el mundo. La boca habla de lo que el corazón rebosa. Y en el caso de María, la sonrisa es expresión acabada de un envidiable vigor moral. La gente que la conoce en el entorno de su casa, y de muchas casas más, se detiene para echar una parrafadita con ella. Da lo mismo que sea de la salud, que del tiempo. Y pese a que los años le hayan restado algo de oído, María se las arregla para sostener una conversación mirando de frente al interlocutor. A los ojos y a los labios simultáneamente, que no deja de tener su mérito-¦

No hace muchas fechas subí a los hospitales. Ya saben, a la altura del tercer tramo del ciclo vital, con nieves capilares, con artrosis e hipertensiones, y andares inestables, no hay otra opción que la que desemboca en facultativos e intervenciones. Y transigir -”qué remedio-” con recetas y tratamientos dictados por los galenos. Y allí, en el reluciente nosocomio, en uno de los pasillos eternamente ajeno al dolor de quienes pisan sus mármoles (pero oigan, ¡qué bien ha quedado la instalación de la cosa sanitario-hospitalaria de León!) pude ver a María escoltada de joven acompañamiento camino, es posible, de las cabinas de la radioterapia. El episodio me dejó afectado. Se lo comenté a Conchita, «¡hombre, a su edad no es raro que tenga alifafes!»... De todos modos, en aquel humano complejo, remediador de afecciones y quebrantos, y asidero de enfermos -”y en determinados casos, como a un clavo ardiendo-” se podía ver a personas de todas las edades. Tranquiliza mucho, sin embargo, saber que cuentas con hombres y mujeres de aséptica y sanitaria bata, avezados en el sapientísimo arte de curar. Muchas veces el cuerpo y, en ocasiones, el ánimo, restaurando la moral del paciente. ¿Su secreto?: pericia, corazón y solicitud. Y-¦la ayuda de Dios.

Unos amigos, vecinos del banco que suele ocupar María en la iglesia, me tranquilizaron: nuestro muy apreciado personaje había remontado, en esta ocasión, la «tormenta», y se encontraba en fase de recuperación. Probablemente contando las horas para el regreso a la normalidad. Y a ser útil; a ella y a los demás. Y también para poder rezar en esa catedral que es la iglesia de los Padres Capuchinos. Recorriendo de nuevo su ruta, de divino amor, a través del parque en el que pregonan vida, algarabía y palpitación, los niños y las hermanas avecillas.

María, nuestra particular versión de «figurina de Watteau», cumplió sus primeros cien años el pasado día 30 de agosto, en compañía de los suyos. Y todos fueron felices. Y, cabe la posibilidad, por qué no, de que comiesen perdices.

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