Presidencialismo, parlamentarismo y guerra de medios
Panorama | antonio papell
La crisis económica, que genera lógicos temores en el cuerpo social, está teniendo además un efecto perverso sobre el sistema mediático: la lucha por la supervivencia en estos tiempos de adversidad está mediatizando la ecuanimidad de determinados medios, que esgrimen su innegable poder para ablandar resistencias y condicionar voluntades.
Viene este preámbulo a cuento de ciertas malformaciones de la opinión publicada que tergiversan tópicos y lanzan mensajes erróneos. Así, ahora arrecia la acusación de «presidencialismo» contra el presidente del Gobierno, no tanto como argumento proveniente de la oposición conservadora cuanto como crítica sutil emitida desde los que fueron hasta hace poco arrabales mediáticos de Ferraz o de Moncloa. En este marco, la jubilación de Solbes o la marcha de Sevilla al sector privado serían la prueba del nueve de la patológica reconcentración del poder en manos de Rodríguez Zapatero.
Efectivamente, nuestro sistema político configurado por la Constitución de 1978 no es «pre sidencialista» sino «parlamentario», como todas las monarquías democráticas en que el Rey es jefe del Estado. En las repúblicas presidencialistas -Francia o Estados Unidos-, el jefe del Estado es elegido directamente por el cuerpo electoral, lo que le convierte en titular del Poder Ejecutivo y en partícipe, con el Parlamento, del Poder Legislativo. En los modelos parlamentarios, republicanos o monárquicos, el primer ministro, jefe del Gobierno, es designado por el Parlamento mediante elección de segundo grado. En el concreto caso español, mediante la investidura, con la particularidad de que, una vez elegido el presidente del Gobierno, sólo puede ser descabalgado mediante una moción de censura constructiva, es decir, que incluya un candidato alternativo. Una vez nombrado el presidente, «los demás miembros del Gobierno serán nombrados y separados por el Rey, a propuesta de su Presidente» (Art. 100 C.E.). En consecuencia, aunque la función ejecutiva y la potestad reglamentaria correspondan al Gobierno en su conjunto, sólo su presidente posee la legitimidad de su elección parlamentaria. Además, él «dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo» (Art. 98.2 C.E.). Si el modelo es éste, carece de sentido reprochar al presidente del Gobierno que concentre (o no) el poder real, que ceda con mayor o menor frecuencia a los consejos y recomendaciones de sus ministros (o de la opinión pública, o de los medios de comunicación), que cuente o no con el asesoramiento de expertos, etc. Al cabo, es el jefe del Gobierno quien ha de responder personalmente ante el Parlamento que lo ha elegido. Y ello es tan obvio que tal debate sobre la concentración o no del poder no se ha asomado apenas en el pasado, a pesar de que tanto Suárez como González y Aznar tuvieron estilos muy diferentes del gobernar.
Por decirlo más claro, la responsabilidad del Gobierno ante la grave crisis actual, los aciertos y desaciertos en la conducción del país, la paternidad de las medidas apropiadas o inconvenientes, corresponden y deben ser imputados al titular del Poder Ejecutivo. La Historia hablará mañana de la habilidad o del naufragio de Rodríguez Zapatero en la conducción de la gran recesión de 2009. Solbes, Sevilla o Salgado figurarán inevitablemente en letra pequeña o en una nota a pie de página.