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León

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Tribuna | Andrea Greppi

Profesor de Filosofía de la Universidad Carlos III

La reciente intervención del Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid solicitando a la Fiscalía que investi gue la «continua sobreexposición mediática» de una menor, hija de dos conocidos personajes públicos, y la reacción que ha suscitado la noticia, tiene una vertiente folclórica y otra que no lo es tanto. Indicaré algunas cuestiones que suelen quedar en el aire en similares ocasiones y que merecería la pena tomar más en serio. El hilo conductor común a todas ellas es el resbaladizo solapamiento entre dimensiones públicas y privadas en la educación y en la comunicación.

(1) ¿A quién le corresponde la responsabilidad sobre el futuro de los niños? No hay respuestas fáciles: a los padres, dirán unos; a la sociedad en su conjunto, dirán otros. Lo que no es de recibo es defender a capa y espada el derecho de las familias a educar a sus hijos conforme a sus valores y acto seguido, sin solución de continuidad, apelar al bien superior del menor cuando los valores de los padres nos parecen inadecuados. O lo uno o lo otro, y no hay mediación fácil entre ambas soluciones, pues responden a maneras distintas de entender los fines de la educación. Si nos decantamos por la segunda de las dos opciones, la que apela al bien de los menores, no podemos invocar la absoluta autonomía de las familias para establecer en qué consiste realmente el bien de los niños; si, por el contrario, nos decantamos por la autonomía de los padres, no podemos rasgarnos las vestiduras cuando el resultado nos parece de mal gusto.

(2) ¿Quién es responsable por la difusión de las informaciones relativas a un menor? Es obvio que las responsabilidades son difusas y compartidas. Lo que no resulta creíble es apelar al deber público de atender al equilibrio psicológico del menor, solicitar la responsabilidad cívica de los padres en el uso de los medios y, al mismo tiempo, olvidar la responsabilidad que tienen los m edios sobre la información que difunden. Digo «información», aunque hubiera debido escribir «mercancía». En sentido análogo, tampoco resulta demasiado creíble la posición de quienes se muestran hiper-proteccionistas en relación con la defensa los menores y acto seguido aceptan el «todo vale» en los demás casos.

(3) ¿Cuál es la manera más eficaz para proteger a los menores en el contexto mediático? De nuevo, no hay respuestas evidentes. No podemos dejar de preguntarnos, sin embargo, si es acertado seguir una estrategia ejemplarizante en defensa de los valores de la infancia, una estrategia en la que se juega abiertamente con el impacto y la repercusión simbólica de los «mensajes», sin pararse a considerar que tales actuaciones se administran y se consumen en un contexto extremadamente agresivo, que frustra el efecto pedagógico que se pretende alcanzar con ell poderes públicos? La referencia obligada es a los principios y derechos de los menores, así como a las normas que delimitan la actuación de los medios.

Pero aquí hay una cuestión que suele pasar desapercibida. Me refiero a la evidente indeterminación de las fórmulas legales que protegen la intimidad, privacidad y seguridad del menor. El Código de autorregulación de contenidos televisivos y de la infancia, de 2004, establece que los firmantes se comprometen a «evitar la utilización instrumental de los conflictos personales y familiares como espectáculo, creando desconcierto en los menores» (art. II.1.3); la Ley de Protección del Menor, de 1996, define, de forma perfectamente tautológica, como intromisión ilegítima en la intimidad del menor toda utilización de su imagen que sea «contraria a sus intereses» (art. 4.3); y en la Convención de los derechos del menor se lee que los Estados «promoverán la elaboración de directrices apropiadas para proteger al niño contra toda información y material perjudicial para su bienestar» (art.

17, e). La cuestión es evidente: ¿qué significa, en concreto, crear «desconcierto» en los menores, quién determina los «intereses» del menor, cómo se define su «bienestar»? Estas expresiones han de ser interpretadas por alguien y en la interpretación existe un margen inevitable de incertidumbre. Precisamente por eso, es fundamental poner los medios para que estos instrumentos jurídicos no se banalicen y acaben convirtiéndose en meras armas arrojadizas, en munición de bajo coste para disputas matrimoniales o empresariales que nada tienen que ver con el cuidado de los menores. Conviene, por tanto, extremar el rigor y recordar que las autoridades competentes deben mantener una actitud de extrema autocontención.

La actitud contraria, la de los «activistas», tiene costes altísimos: la sobreabundancia y el fracaso en la intervención pública, a la larga, devalúa y resta autoridad a las normas.

(5) Una última consideración sobre la relevancia del caso de Belén Esteban, de sus «hooligans» y de los esforzados defensores de la infancia. La razón de ser de la especia l protección que las leyes prestan a los menores está en su vulnerabilidad en situaciones extremas, donde se pone en riesgo su dignidad. A la vista de las numerosas amenazas económicas, sociales y culturales que se ciernen sobre la formación de nuestros futuros conciudadanos, cabe preguntarse si lo más adecuado es empezar la casa por el tejado, situando un caso como éste en el centro del debate público. ¿Cuáles son y cuáles deberían ser nuestras prioridades en esta materia?

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