Diario de León
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Fronterizos | miguel a. varela

Se lo oí años atrás a una anciana en una de esas conversaciones de autobús en las que es recomendable ajustar el dial de la oreja. Era uno de esos inocentes paliques sociales que tan bien aprovechó Josep Pla y que no deja de ser uno de los escasos alicientes (en el noroeste quizá el único) del uso del transporte público: «Ahora, con esto del euro, los millones se acaban». La anciana, cargada de razones numéricas, había hecho sus cálculos. Y aquella etimología remota que suponía millonario al poseedor de un millón de pesetas se evaporó en 2001 mediante una sencilla operación aritmética. El mítico fajo de mil billetes de mil pesetas que López Vázquez encontró en la basura en aquella fantástica película del neorrealismo moralista franquista es ahora una cifra insignificante en los guarismos digitales del nuevo capitalismo global y subvencionado.

Me acordé esta semana de la brillante d educción de aquella mujer al oír la declaración de un prócer de la patria que justificaba la carga fiscal sobre las clases medias que se avecina con el argumento de que en España no hay millonarios. Haberlos -pensé, con apoyatura galaica-, haylos, pero para ellos existe un universo fiscal de diseño exclusivo en el que complejas ingenierías financieras los protegen de estas molestias impositivas, tan propias de pobres y oficinistas de medio pelo. Por eso no entiendo las críticas a la pensión de José Ignacio Goirigolzarri, hombre fuerte del BBVA, que se jubila a los 55 años con la modesta pensión de tres millones de euros anuales, o los lamentos porque el gobierno no haya incrementado la tributación a las sicav en las que se refugia el dinero de la gente de bien. Si alguien no ha entendido todavía que el sistema está montado de forma que los que realmente tienen fortunas menos deben aportar es que no vive en este mundo en el que, como no hay millonarios, alguien tiene que pagar los platos rotos.

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