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León

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Fronterizos | miguel Á. varela

Muchos hemos vivido en La Ca sa Roja, ese edificio con paredes de aire por donde circulan los portadores de la palabra dignidad. Es la última de una ciudad que empezó a construirse hace ya muchos años, sobre el diálogo con las voces de los que dejaron marcas en la tierra de los tesoros enterrados. En aquel lugar de frío y niebla, de piedras talladas por los pasos de los que buscan el fin del mundo, de historias contadas junto al fuego, Juan Carlos Mestre inició los planos sobre los que ha ido levantando un universo de palabras que curan, de gestos que alientan, de caminos sobre los que debemos buscar el rastro de las cosas que hermosas.

Él es el milagro laico en la capital que carga con el pesado fardo de la historia, en la ribera de tedio y moscas en la que los poetas tienen un vaso de vino y una tumba de viento. Él los ha ido viendo morir y las ausencias hacen más fatigosa la carga que ahora soporta solo sobre sus hombros, -œmientras las casas natales se derrumban bajo la lluvia-. Y así, con esa cruz a cuestas, ha ido Mestre tejiendo nuestro refugio, al que recurrimos cuando necesitamos el calor de la inteligencia y la belleza buscando en el estante por la letra -œa- de amigo, de alma, de aliento. A esa cabaña llena de peces en la que las noches se hacen días, a ese nuevo andamio al que nos subimos para burlar a los que atesoran posesivos y reírnos de los que inician sus discursos con el pronombre yo, ahora se le ha concedido el Premio Nacional de Poesía. Y esa es noticia nos da tanta alegría a los vecinos de La Casa Roja, que hasta el presidente de esa comunidad, el bueno de Antonio Pereira, anda estos días de cháchara por los pastizales del cielo, explicando a los muchos que quieren oírle quién es este rapaz tocado por el ángel que un día en la Alameda del Burbia decidió ser poeta.

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