El «caso Palau» y la perplejidad
Panorama | antonio papell
M ás de tres meses después de que se descubriera el colosal desfalco en el Palau de la Música de Barcelona, obra de su insigne presidente, Félix Millet, y de su director administrativo, Jordi Montull, el juez Juli Solaz ha imputado a estas dos personas y, tras tomarles declaración, las ha dejado en libertad con cargos. A pesar de que tanto la Fiscalía como las dos acusaciones particulares -en representación de la Fundación del Palau y del Consorcio que agrupa a las administraciones públicas que han financiado la restauración y ampliación del edificio modernista que alberga el Orfeó- habían solicitado prisión provisional para los autores materiales del saqueo, todavía no evaluado pero que, según los peritos, podría superar los veinte millones de euros. La perplejidad de la opinión pública ante este trato benevolente del juez a los desaprensivos ha sido extrema. Perplejidad pero no sorpresa. De hecho, el constitucionalista y publicista Francesc de Carreras ya publicó hacer días un relevante artículo en la prensa catalana titulado Uno de los nuestros, título de una brillante película de Scorsese, con Robert de Niro y Robert Pesci. Explicaba Carreras que Félix Millet i Tusell, hijo y nieto de catalanistas ilustres, vinculado a las grandes instituciones del catalanismo político -el Orfeó Català, el Palau de la Música Catalana, la Lliga Catalanista, el modernismo, la industria textil, la iglesia catalana, Montserrat, el Omnium Cultural- pertenece al núcleo de la famosa sociedad civil catalana, que el propio Millet describió así en unas declaraciones suyas incluidas en el libro L-™Oasi Català de los periodistas Cullell y Farrás: «somos unas cuatrocientas personas, no hay muchos más, nos encontramos en todas partes y siempre somos los mismos. Nos encontramos en el Palau, en el Liceo, en el núcleo familiar y coincidimos en muchos lugares, seamos o no parientes». En definitiva, Millet era «uno de los suyos». Y todo indica que esta pertenencia le ha valido para obtener un trato especial.
Ya entonces Carreras manifestaba su escepticismo sobre el desenlace del escándalo. «Por el momento -escribía Carreras-, la lentitud del juez parece excesiva. Después de dos meses, hay petición fiscal pero todavía no hay imputados, aunque parezca mentira tras haberse confesado Millet autor de varios delitos ¿Qué está pasando ahí?». La decisión del juez debe ser acatada aunque se discrepe de ella. Y la discrepancia en este caso es profunda porque los argumentos manejados para justificar la puesta en libertad sin fianza -no parece que vayan a fugarse ni que puedan destruir documentos- pueden tener sentido ahora, tres meses después del estallido del escándalo, pero no lo tenían en el momento de descubrirse el pastel, que es cuando la Justicia debió haber actuado con una diligencia que ha brillado por su ausencia. Además, si el juez no considera el riesgo de fuga, ¿para qué exigirles el pasaporte? ¿Acaso no sabe su señoría que ya se puede viajar muy lejos sin ese documento? Lo decía Jiménez Villarejo en la prensa catalana: «ante determinada delincuencia de cuello blanco y de un elevado rango social y económico, los jueces casi siempre reaccionan igual: con benignidad y hasta con afabilidad. Como si, con relación a de estos delincuentes, no existiese ese Poder Judicial que caracteriza al Estado de derecho. Es muy grave y expresa una profunda crisis de la democracia».