Diario de León
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Contracorriente miguel paz cabanas

A los postres, S, que trabaja como médico rural en un pueblo de León, nos comentó que hacía poco se había encontrado en su consulta con un niño con evidentes carencias nutritivas, provocadas no por una dieta desequilibrada, sino porque le constaba que muchos días le enviaban a la cama sin cenar. Los presentes lo miramos pasmados y enseguida puntualizó que estaba hablando de que aquel niño pasaba, literalmente, hambre: no un hambre africana o tercermundista, pero hambre al fin y al cabo. A nuestro requerimiento, pormenorizó que tenía otros dos hermanos y que los padres, habituados a vivir de subsidios, eran parados de larga duración. Los asistentes sociales de la zona estaban al tanto, pero no tenían mucho margen de maniobra. El asunto, como cabía esperar, desencadenó entre nosotros diversas reacciones, pero todas relacionadas a partes iguales con la incredulidad y el asombro: se nos hacía inverosímil asumir la imagen del niño hambriento -a pesar de la crisis-, sospechábamos que podía haber otra causa, como un mal trato encubierto, por ejemplo, y, por descontado, nos extrañaba que la falta de recursos pudiera traducirse en algo de esa magnitud. S, con su flema habitual, se limitó a encogerse de hombros y, pidiendo la cuenta a la camarera, nos dijo que pensáramos lo que quisiéramos. «Ese niño pasa hambre y punto», sentenció y dio por zanjada su intervención.

Camino de casa, le seguí dando vueltas a la cabeza y alguien me advirtió de que si se me ocurría abordar el asunto, me acusarían de demagogo. «Ya lo sé», respondí, pero como estarán comprobando, hice caso omiso del consejo. Cavilando, como ustedes, que seguramente la responsabilidad recaía exclusivamente en los padres - y no duden que la tienen, sino toda, mucha -, pero sintiendo mientras lo pensaba un pro fundo escalofrío.

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