Diario de León
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A esgaya | emilio gancedo

Todo se parece a todo. Y lo que vemos como diferente, en muchas ocasiones es porque hay detrás voluntad y trabajo -”una intervención por tanto artificial, no natural-”, para hacer que algo (un pueblo, una costumbre, un establecimiento, una empresa, un país) sea distinto, nuevo, original, especial. La marea homogeneizadora que desde hace décadas inunda el mundo es imparable y ha arribado ya a todas -”todas-” las orillas e inundado prácticamente todos los campos y ciudades.

Hace 500 años un europeo cruzaba el Atlántico y se encontraba con lo radicalmente distinto, con lo «otro» humano. Hace 200 años, un europeo surcaba los océanos y hallaba una mixtura en la que las clases dirigentes, «superiores», imitaban o se comportaban a lo occidental mientras fuertes posos de indigenismo latían en el pueblo llano. Así como, según el lugar común, en la antigüedad una ardilla podía recorrer la Península Ibérica saltando de árbol en árbol sin tocar el suelo, hoy puede recorrerse el mundo saltando de franquicia en franquicia, de moqueta en moqueta, únicamente pisando los Starbucks, McDonald-™s, Burger Kings, Zaras, Haches y Emes y sus millones y millones de sucedáneos repartidos por todo el planeta, hasta en el sitio más insospechado, sin hollar jamás suelo virgen. Porque ya no lo hay. O mejor dicho, está más oculto, más atomizado, es más difícil de ver.

Todo es ahora clónico, fotocopiado, retocado, intervenido, lleno de objetos que no son por sí mismos sino que están como camuflados: buscan algo, persiguen algo, el interés ha dominado el paisaje.

La homogeneización de la cultura, que camina de la mano de la globalización económica y de la omnipotencia de las multinacionales fílmicas, musicales o alimentarias, agobia al hombre, empobrece el paisaje y puede impulsar a las gentes a buscar, a rescatar, a encontrar a cualquier precio, la tan ansiada diferencia. Aun a costa de la verdad.

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