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León

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La gaveta | césar gavela

La ciudad tenía 27.000 habitantes. Franco tenía 67 años y medio millón de muertos (o más). La ciudad era hija de los celtas, de Roma y del Camino de Santiago. También era hija de la autarquía. Paradójicamente, sin la guerra civil Ponferrada en 1959 tendría solo catorce mil cuerpos. Y trece mil almas, excluidos los ateos, los agnósticos y la gente que adoraba a otros dioses. Como un tal Julio Fuego, ferroviario, el único seguidor de Zoroastro en toda España en aquel tiempo. La ciudad era muy fea. Había mucha distancia psicológica entre la zona vieja y la Puebla, que solo se conectaban por el angosto puente de San Pedro. Una nube de carbonilla que salía de las chimeneas de las térmicas iba tiznando la ropa tendida, las cabezas de los ponferradinos, y las casas que casi siempre construía un señor llamado Mirones, que era cántabro y que murió hace poco.

En aquel burgo de nieblas y carbones, de obreros y de unas putas que andaban junto al río, entre parras y perros, un grupo de ponferradinos tuvo la santa idea de organizar una agrupación cultural.

Locos, les decían. Aunque la mayoría no les decía nada; no sabían. Lo que se sabía era el frío, el miedo, el ahorro y los guardias. El pan y los bares. Y al fondo, siempre, como juguete grande de la pequeña urbe olvidada, las gestas de la Deportiva. Eterno club cuajado de cariños y de muchas culturas. Porque la Ponferradina era el equipo de los bercianos, pero también de los andaluces, los gallegos, los cabreireses y manchegos que llegaron a la urbe en tiempos de fábricas y fundiciones, de pantanos y subestaciones. Y junto al estadio de Santa Marta, en el parque del Plantío, los novios se besaban bajo riesgo de multa, entre los pinos municipales. En aquella urbe de poca monta, de pavés y pimientos, se fundó el Instituto de Estudios Bercianos. Recuerdo, siendo niño, cuando iba al colegio de San Ignacio, un letrero con esa razón en la calle de Gómez Núñez. Unos hombres había al otro lado de la luz eléctrica. Reunidos bajo el amparo de la cultura y la verdad, la memoria y el arte.

¿Quiénes eran aquellas personas que amaban la libertad entre el fango del régimen y el ruido sucio del dinero, la ambición y la prisa? Creo que había un notario sabio. Y un juez gallego. Y otras gentes que traté. Como Andrés Viloria, maestro de vida, o el fotógrafo Amalio Fernández, tan humilde ciudadano poético. O Paco González, el Inglés, cosmopolita pelirrojo, escritor y pintor. De todos ellos, queda el presidente, no sé si alguno más. Ignacio Fidalgo, berciano heterodoxo y contra corriente; contra todas las corrientes. El hombre que aceptó publicar mi primer artículo, allá en 1972. En el semanario Aquiana. Fidalgo: el otro día pasó por las páginas de este diario. Su imagen con la de los demás presidentes. Gente de bien, que regaló su tiempo, sus ilusiones y proyectos a esa noble casa de la libertad y el saber, la memoria y la imaginación que es el Instituto de Estudios Bercianos. Que cumple medio siglo en este año. Muchas y grandes felicidades.

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