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León

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Tribuna | José Luis Gavilanes Laso

Escritor

Llevamos varias semanas cuyo tema local de debate por excelencia está siendo, tanto en los medios de comunicación como en la calle, la denuncia de presuntos contenidos filonazis aparecidos en la enciclopedia digital en lengua leonesa, o Llionpedia. Escritos bajo seudónimo, no obstante, el blanco de todos los dardos y miradas ha sido el promotor de la misma, el concejal de Educación, Nuevas Tecnologías y Cultura Leonesa del Ayuntamiento de León, organismo que ha patrocina do el invento. No he leído los textos y, por lo tanto, no estoy en condiciones de juzgar el grado de responsabilidad ni de inculpación delictiva, asunto este último que incumbe a la fiscalía. Sin embargo, a pesar de todo el berenjenal que se ha montado, no deja de sorprender que todavía no se haya desvelado la identidad del autor de los textos y, por ende, la gallardía de defender, aclarar o retractarse de los mismos. Sean o no fundadas las denuncias, me parece lamentable que en un compendio leonesista, con la inclusión del tema del holocausto, no figuren consignados los nombres de más de treinta leoneses que ciertamente sabemos fueron víctimas de la barbarie nazi, por haber sido deportados a los campos de exterminio de Mathausen, Gusen y Dachau (vid. el apéndice de mi libro Mi vida en los campos de la muerte nazis , León, Edilesa, 2005, pp. 209-239, o Leoneses en los campos nazis , Revista de Estudios Humanísticos. Historia, Universidad de León, nº 4, pp. 311-333). Si nuestros desventurados paisanos no son merecedores de un homenaje consistorial (placa, calle, plaza, etc.), al menos juzgo que les corresponde la mínima consideración, no digo el honor, de figurar en una enciclopedia virtual leonesista, sea en castellano, leonés o lliunés. Y, quede bien claro, que no con ello persigo protagonismo alguno por haber dedicado mucho tiempo, sin subvención pública ni privada, en la pesquisa de este asunto.

Aunque, entre 1933 y 1945, los nazis no sólo gasearon a judíos sino a personas de todas las nacionalidades, confesiones, clases sociales, tendencias y opiniones políticas, los negacionistas o revisionistas del holocausto se han centrado singularmente en rebajar la cifra de seis millones de descendientes de Abraham y la negación de las cámaras de gas que en gran parte los eliminó, como meros recursos publicitarios inventados por el poderoso movimiento sionista. En ese sentido, desde la publicación de La mentira de Ulises (1950), de Paul Rassinier, la crítica aritmética y ontológica no ha dejado de lanzar cargas de profundidad contra el holocausto. El belga Leon Degrelle, condenado a muerte en rebeldía por colaboracionista nazi y refugiado en España, donde se benefició de la falta de una ley de extradición al amparo de los «ultras», publicará hasta su muerte (Málaga, 1994) numerosos textos en los que refuta que hubiese habido cámaras de gas en los campos de concentración. Evidencia que hoy ya sólo discuten los pertinaces defensores de la ideología fascista, estén o no ocultos bajo seudónimo en las páginas de la Llionpedia. Si se es consecuente con las propias ideas y convicciones, ¿qué impide, entonces, al exponerlas públicamente ponerles nombre y apellidos?

Reconocemos que algunas de las páginas que se han escrito sobre el genocidio en los campos de concentración se prestan a suspicacias, porque en algunos casos las verdades irrefutables de esos testimonios están salpicadas de contradicciones, inexactitudes e incluso exageraciones. La cruel realidad tiene una sobrecarga emotiva que la hace siempre atractiva, pero, si se exagera, como todo lo que es excesivo, puede llegar a empalagar. Con todo, es perverso que la denuncia de un dato erróneo se utilice para desacreditar los testimonios en su conjunto y sirva para desautorizar al testigo. Exagerar el horror de un detalle falsificándolo para comprender el horror en su integridad, es un procedimiento humano, demasiado habitual, que habría que evitar a toda costa en la literatura testimonial de los campos nazis. Porque quienes han optado por la distorsión y falseamiento de la realidad han hecho un flaco servicio a la verdad integral, dando oportunidad a los revisionistas para rebajar la importancia de lo sucedido o sembrar dudas sobre la autenticidad de las prácticas criminales que realmente acontecieron al estar corroboradas por miles de testigos. Así, por ejemplo, los revisionistas españoles no cabían de gozo cuando el impostor catalán Enric Marco -”un camandulero tramposo que estuvo durante años discurseando por toda la geografía española su falsa estancia en campos de concentración nazis-” fue descubierto y denunciado. La verdad y la ficción dejaban de tener una nítida línea divisoria, confundiendo al ciudadano y haciéndole desconfiar sobre la realidad histórica de los hechos. Justificaba Marco su actitud con la única y loable intención de propalar y difundir el martirio de los muchos compatriotas (alrededor de 8.000, con tan sólo un 20% de supervivientes, de los cuales más de la mitad sucumbiría muy pronto por su pésimo estado de salud) que sufrieron la barbarie nacional-socialista, ante el desinterés de los sucesivos gobiernos españoles. Hasta prácticamente la muerte del «difunto», contadísimos españoles sabían que miles de sus compatriotas habían dejado hambre y huesos convertidos en cenizas tras corto o largo cautiverio lejos de su patria. Luego, había que olvidar para no molestar, no fuese que Saturno resucitase y abriese de nuevo sus fauces furibundas devorando a sus hijos en esta piel de toro donde, como dijo Antonio Machado, «siempre anda errante la sombra de Caín». Los revisionistas negando, la Llionpedia ignorando y el señor Marco afirmado lo que no sufrió en propia carne, convergen en el mismo punto, aunque por caminos diferentes. Sirva como atenuante, al menos en el caso de Enric Marco, que supo dar la cara reconociendo y pidiendo disculpas por su quimera. Quisiera que el autor de esos controvertidos contenidos de la Llionpoedia también se quitara el rebozo y nos los comentara sin tapujos a cara descubierta. Quién sabe, a lo mejor nos convence, si ese es su propósito, que a Hitler, correligionarios y simpatizantes no les faltaba razón para hacer lo que hicieron; y que quienes estamos verdaderamente obnubilados somos los que, hasta hoy, no albergamos dudas de que el fascismo y el nazismo fueron una tragedia para la humanidad, aunque no la única.

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