Diario de León
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Mar de fondo | carmen tapia

Nadie, por mucha empatía y facilidad que tenga para ponerse en el lugar de los demás, puede acercarse un milímetro al dolor de unos padres por la pérdida de un hijo. La buena voluntad y el cariño tampoco deberían ser motivo para que nadie ofrezca consejos a un padre y una madre derrotados, doblados por un dolor inimaginable, insoportable. La muerte es lo único seguro que el ser humano tiene en la vida y aunque esa realidad resulte inamovible, nunca nadie está preparado para sobrevivir a un hijo. No hay consuelo posible para una pérdida que no se superará nunca y con la que hay que aprender a sobrevivir. La naturaleza sorprende en ocasiones con estos hachazos afilados que dibujan, a dentelladas, los renglones torcidos de la vida. Ésta y otras experiencias límites ayudan a colocar las cosas en su sitio exacto, en el lugar que merecen y, de un golpe seco, sacan de la lista de prioridades a casi todas las preocupaciones cotidianas, esas que, ante la pérdida de un hijo, se desdibujan y desaparecen de la existencia. Es como si, de repente, la máquina tragaperras que es la vida colocara, de bofetón, cada casilla en su lugar. «El dolor quema mucha superficialidad», dijo el ministro escocés Oswald Chambers. Sólo los padres y las madres que pasan por eso pueden, desde lo más profundo de su dolor, buscar las herramientas y los recursos psicológicos suficientes para poder levantarse cada mañana y mirar de frente al futuro. Un futuro que existe, sin duda, pero que, en estos momentos primeros de dolor, se convierte en un agujero negro al que no se ve salida. La muerte de un hijo o una hija menor de edad provoca un sentimiento de pérdida de lo no vivido, del proyecto pensado y no conseguido. Desde la aproximación al dolor de un padre, compañero, y una madre, sólo desde la aproximación que desgarra nuestro corazón, podemos acompañar a una familia que verá amanecer un día, con un futuro como pareja que, unida, soportará la pérdida.

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