Don Sabino
El rincón | manuel alcántara
Con l o que él se ha callado podían haber escrito otros numerosos best seller. Si este caballero español ejemplar y sobre todo inusual decidió llevarse todos sus secretos a la tumba, fue porque ya era un sarcófago. Qué raro que exista un tipo así, dueño de sus silencios y de sus lealtades, entre nosotros. Se dedicó a hacer cosas, en vez de hacer declaraciones. En la penumbra de su despacho y también en la alumbrada oscuridad de otros, escribió sus inaudibles conversaciones.
En el Siglo de Oro, el vocablo -˜discreto-™ era sinónimo de inteligente. En ese sentido lo usa Santa Teresa de Jesús, cuando dice que tres cosas se han dicho de ella en su vida: «la primera que era hermosa, la segunda que era discreta y la tercera, ahora, que soy santa. Las dos primeras hubo un tiempo en que las creí». Don Sabino Fernández Campo no se creyó nunca nada. Era un fenómeno, también muy poco español, de sosiego. Cumplía con las exigencias de su trabajo, eso es todo. Y no se quejaba de que esa conducta le fuera transformando en su propia estatua. Se callaba hasta por los codos. A veces compartí sus veladas cercanías en restaurantes asturianos de Madrid. Él era fiel a ellos y yo simplemente adicto.
Me admiró siempre su naturalidad, que es la más difícil de las poses, pero no en mayor escala que la tristeza que se le iba inscribiendo en el rostro. Los secretos buenos, los únicos, son los que custodia una sola persona. Si los sabe otra, aunque sea la más querida, ya no son secretos. Se ha muerto un historiador que prefirió ser mudo. El Conde de Latores no hizo jamás una delación, ni siquiera de secretos de alcoba, ni de malolientes intrigas cortesanas. Se aplicó a su difícil tarea, que se la hicieron más dificultosa los personajes del guiñol. Sólo quienes engrandecen a España merecen llamarse Grandes de España.