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León

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Panorama | antonio papell

Sabino Fernández Campos, un personaje sólido y lúcido hasta su muerte, a los 91 años, fue sin duda alguna uno de los actores decisivos de la Transición y el resp onsable más eficaz de la consolidación de los equilibrios institucionales que, con la Monarquía en el vértice, se estructuraron en la Constitución de 1978 y en el desarrollo consuetudinario posterior de la normalidad democrática. Sabino, militar de profesión, llegó a la Zarzuela en 1977, llamado directamente por el Rey para ocupar la secretaría general de Zarzuela, con el marqués de Mondéjar en la jefatura de la Casa. Y auxilió al Monarca en la difícil evolución de la Corona desde su designación hasta su instalación en el régimen constitucional. Sabino negoció discretamente con los constituyentes el Título II, «De la Corona», de la Carta Magna, en el que se compendiaba la monarquía moderna, «símbolo de la unidad y permanencia» del Estado, «inviolable y no sujeta a responsabilidad», pero sin poderes reales. Sabino, puente entre la jefatura del Estado y la milicia, graduó la transición entre el mando real sobre el Ejército que ostentaba el Rey en la legalidad franquista y la «jefatura de las Fuerzas Armadas» simbólica que desempeñaría en el régimen constitucional, y que tan útil resultó en la desactivación del 23-F. Y aquel día infausto de 1981, Sabino desempeñó un papel esencial, junto al Rey, en la desmovilización de los rebeldes. Sabino tuvo siempre muy presentes las consecuencias trágicas para la monarquía y para España del mal paso de Alfonso XIII al arrojarse en brazos del general Primo de Rivera. Pero probablemente el trabajo más importante que desarrolló Sabino fue la forja de un estilo regio en Zarzuela, la implantación y consolidación de unos usos y costumbres que fueron generando la escenografía de la institución monárquica, que no tenía precedentes válidos y que hubo que improvisar.

Sabino, cargado de prestigio a los ojos del propio Rey por su lealtad a toda prueba y la firmeza de sus convicciones, fue, en cierto modo, el guardián de la ortodoxia de un Rey joven a quien no debían permitirle errores quienes lo servían más fielmente. El propio secretario general de la Casa, que en 1990 sustituyó a Mondéjar hasta 1993, reconoció que él era con frecuencia «un Pepito Grillo al que en ocasiones el Rey tiene ganas de tirarle un mazo a la cabeza». Aquella leal sinceridad contribuyó decisivamente a perfilar la imagen rectilínea de la institución, a dotarla de creciente prestigio y, en definitiva, a enraizarla en una ciudadanía sin tradición monárquica, de forma que se ganase a pulso el aprecio colectivo. Aquella colaboración terminó en 1993 de forma un tanto traumática y sorprendente. Aquel final fue atribuido, probablemente con razón, a la irrupción de nuevos personajes, no siempre recomendables, en los aledaños de Zarzuela. Pero, por fortuna, las pautas y la tradición marcadas por Sabino fueron rieles eficaces para que la Corona sortease las procelas, que no acabaron bien. De cualquier modo, Sabino había infundido también en el Príncipe de Asturias los mismos valores que pautaron la maduración regia. La huella discreta del ilustre servidor del Rey se aprecia también en la ejecutoria del Heredero, que hasta el momento combina la modernización de la institución que encarna con la sobriedad impecable de su ejecutoria, volcada en los designios reformistas y en el progreso de los grandes principios que sostienen la monarquía parlamentaria.