La corrupción compromete la democracia
Panorama | antonio papell
Podría pensarse que es ya una rutina: de un tiempo a esta parte, el estallido de sucesivos casos de corrupción en los ámbitos municipal y autonómico pone de manifiesto la gravedad de una enfermedad del tejido democrático que amenaza con privar a las instituciones del soporte social que les da vida y sentido. El último escándalo que ha salido a la luz, el de Santa Coloma de Gramanet, en el que el juez Garzón ha detectado delitos de cohecho, blanqueo de capitales y tráfico de influencias, pone además de manifiesto, con toda crudeza, la transversalidad del problema y la extensión en todas direcciones de la mancha de aceite. En efecto, los primeros detenidos han sido, entre otros, el alcalde de Santa Coloma Bartomeu Muñoz (PSC), y dos antiguos altos cargos de CiU en tiempos de Pujol, los dos con fama de conseguidores: Lluís Prenafeta, secretario general de la Generalitat, involucrado en varios procesos pero nunca condenado, y Macià Alavedra, varias veces consejero en los equipos convergentes de gobierno. Pero, además, la Justicia investiga los convenios de las sociedades inmobiliarias implicadas en la trama con los ayuntamientos de Badalona (con alcalde del PSC, en coalición con ERC y CiU) y San Andreu de Llavaneras (con alcalde de CiU pero donde gobernaba el PP hasta el 2007). En definitiva, la corrupción se ha extendido por todo el arco ideológico, en una especie de macabra fraternidad delictiva. El descubrimiento de semejante cueva de ladrones ha conmocionado a la opinión pública pero, a buen seguro, no la ha sorprendido. Como se recordará, una mención de Maragall en el Parlament al famoso «tres por ciento», la tasa que los contratantes con la administración catalana habían de pagar a los partidos, generó un gran revuelo y el entonces presidente socialista de la Generalitat hubo de rectificar, pero toda la colectividad sabía que Maragall no hablaba a humo de pajas. Ahora, cuando se piensa que Prenafeta y Alavedra formaban parte del círculo más estrecho del poder catalán en dilatadas etapas del largo periodo comprendido entre 1980 y 2003, es fácil atar cabos y consolidar sospechas.
Es digno de reseñarse, además, un fenómeno en evolución: de un tiempo a esta parte, ha cesado la indiferencia que mostraba ante los primeros escándalos la opinión pública, y la irritación de la ciudadanía a cada nuevo suceso de esta índole es creciente. En plena crisis económica, con un paro insoportable y dificultades económicas que alcanzan a buena parte de la población, la evidencia de que unos cuantos facinerosos se han enriquecido con el dinero de todos se vuelve particularmente hiriente. Es cierto que, la proliferación de actuaciones judiciales y policiales pone de manifiesto que los controles establecidos por la fiscalía anticorrupción son cada vez más eficaces. Sin duda, así es, pero esta reflexión tiene su contrapartida: la gente se pregunta si no estarán saliendo a la luz sólo los casos más visibles de un tejido sociopolítico putrefacto. Aunque todos los abusos hubieran sido detectados y reprimidos, la abundancia de corruptelas confirma la sospecha de que el bagaje ético es muy escaso. Es patente, en fin, que el origen de la corrupción está en la tibieza moral de una clase política que no ha sido capaz de autodepurarse y de expulsar a tiempo de su seno a los desaprensivos que van a la política para forrarse.