Diario de León
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Panorama | antonio papell

Un estudio de la «World Database of Happiness» -Base Mundial de la Felicidad- en el que han intervenido varias universidades españolas y que acaba de ser dado a conocer nos sitúa en el puesto 16 de un ranking de 148 países encabezado por Costa Rica. El estudio, que pondera la esperanza de vida y diversos indicadores de satisfacción, afirma que los españoles vivimos una media de 58,8 años felices frente a los 66,7 de los costarricenses. Y estamos por delante de nuestros vecinos, como Francia (52,8) y Portugal (44,6). La felicidad, un concepto mal visto por la tradición judeocatólica que prefiere pensar, con Nietzsche, que el hombre ha venido al mundo para sufrir, se convirtió en un objetivo utópico en las revoluciones burguesas del XVIII. Las constituciones liberales surgidas de aquellas convulsiones incluían el derecho a la felicidad de los ciudadanos como desiderátum. El propio Tocqueville llegó a escribir que «las sociedades deben juzgarse por su capacidad para hacer que la gente sea feliz».

El concepto de felicidad, muy manido por la psicología y la filosofía, tiene una entidad política difusa pero inteligible, y los sociólogos creen poco en pretendidas clasificaciones objetivas y bastante más en el criterio, que parece evidente, de que la felicidad, siempre subjetiva, no puede medirse mediante indicadores absolutos -la riqueza, la salud, la educación, etc.- sino tan sólo por comparación y a través de parámetros relativos: en cualquier sociedad, quienes están arriba de la escala social son más felices que los que están abajo. De ahí que la felicidad global -como suma de las felicidades individuales- de una comunidad opulenta no tiene por qué ser mayor que la de una sociedad paupérrima. También influyen sin duda otros elementos en la felicidad personal, vinculados a la idea de cultura. La célebre pirámide de Maslow y su conocida teoría de la motivación humana la vincula a la autorrealización personal después de haber cubierto las necesidades fisiológicas, obtenido la seguridad, lograda la afiliación y conseguido el reconocimiento. En cualquier caso, me interesa llegar a relacionar la peripecia de nuestro país, hoy en medio de una grave crisis económica y de un bullicioso caos de corrupción y querellas partidarias, con la felicidad colectiva de los españoles, que lógicamente ha de quedar condicionada por estas circunstancias. Señaló Hegel en su Fenomenología del Espíritu que los períodos felices de la humanidad carecen de historia (Toynbee era un apasionado de esta idea y Unamuno se la apropió al elogiar la intrahistoria). En otras palabras, la felicidad sería consecuencia de la ausencia de sucesos trascendentes: «no news are good news» (la ausencia de noticias es una buena noticia). De donde se desprendería que las convulsiones políticas que se traducen en torrentes informativos son una especie de antídoto de la felicidad.

Posiblemente no sea para tanto, y la escéptica sociedad española sea muy capaz de abstraerse de la detestable cotidianidad política y ensimismarse en sus propias esferas gozosas. Pero no cabe duda de que el griterío político que llevamos años soportando y, ahora, la corrupción generalizada que se extiende por un número creciente de focos generan una tensión y una bruma que dificultan el disfrute de nuestras posibilidades, siembran gérmenes de violencia, prodigan enemistades y esparcen por todas partes vestigios de una inquietante desazón

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