Diario de León
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Nubes y claros | maría j. muñiz

El carbón nacional tiene amigos, pero sobre todo tiene poderosos enemigos. Frente a las proclamas y compromisos que tratan de afianzar su precario equilibrio actual surgen argumentos en contra de su utilización, con criterios más o menos demagógicos, pero sobre todo económicos. Poderoso caballero. Sobre todo frente a un sector que puede argumentar otras ventajas, pero desde luego no la de la rentabilidad económica.

Las empresas eléctricas están desatando un huracán de confusión energética (un sector cuyas circunstancias y complicaciones no son precisamente fáciles de trasladar al consumidor) en busca de mayores beneficios económicos. La rentabilidad es la máxima que debe guiar la actividad empresarial, pero no por encima de todo.

No, desde luego, por encima de intereses que van más allá de lo económico y lo medioambiental. Y no me refiero a la reserva estratégica, sino a lo estratégico de preservar una actividad económica que ha visto pasar la tijera por todas sus aristas, y que tiene la obligación de mejorar, pero también el derecho a ser asistida y sustentada. Como lo son sus competidoras.

El carbón necesita ayudas públicas para sobrevivir, sí. Pero hoy no hay energía, por verde que se venda, que no necesite el oxígeno de la subvención para salir adelante. Más ecológica, pero más costosa.

El problema de la tarifa eléctrica es al final que no se paga por la energía lo que cuesta producirla. Que cada vez es más. Y que cada vez se necesita más. Y el carbón sólo es un eslabón más en esta gravosa cadena. ¿Qué energía podría competir por sí sola en el mercado actual? ¿Qué consumidor pagar el precio real de la electricidad que demanda?

Las exigencias de las empresas eléctricas son tan volubles como errática la política energética gubernamental, incapaz de coger al peligrosísimo toro de la generación por los cuernos. Demasiados agentes, demasiados intereses. Y el todopoderoso puño de las eléctricas siempre presto al pulso.

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