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León

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Tribuna | Fernando GARCíA MARTíNEZ

La importancia del ser está en la esencia, en la realidad de uno mismo. Esto es incuestionable e inmutable. En metafísica se entiende la esencia como la verdad persistente de un ser con independencia de las mo dificaciones que se produzcan en el individuo. El ser está, como consecuencia, por encima de toda circunstancia y de todo pensamiento malévolo. Cualquiera que pretenda conculcarlo, caerá en reprobación más pronto o más tarde. Porque atentar contra la esencia de la vida es atentar contra uno mismo: mi yo tiene el mismo origen que tu yo y un sustrato idéntico en cuanto a su génesis. Nadie es más que nadie. Nadie tiene derechos distintos y, mucho menos, prerrogativas sobre los demás. Y nadie, por supuesto, puede romper, bajo ningún concepto, la integridad y la dignidad humanas.

A menudo, hoy en día, repetimos la historia de nuestros antepasados. Nada o muy poco hemos aprendido, por desgracia. Seguimos pisoteando a nuestro semejante por motivos de política, poder, religión, raza o, simplemente, por animadversión. Olvidamos que la igualdad es un derecho común e inviolable y por este motivo atentamos, muy a menudo, contra los principios fundamentales de cada persona. Poco hemos avanzado en rectitud de conciencia y en equidad. Llamamos, sí, democracia a lo que estamos viviendo en Occidente. Pero democracia, ¿para quién y para qué? ¿Para los ricos, que cada vez son más ricos a consecuencia de hacer más pobres a los pobres? ¿Para la justicia, que tiene dos varas de medir según el estatus o el poder de cada sujeto? ¿Qué justicia hay para los que no tienen trabajo cuando otros perciben sueldos millonarios y pensiones de vértigo? ¿Para los corruptos, que están exprimiendo las arcas flacas de los humildes contribuyentes y con una fianza o multa se libran del trullo? ¿Para los déspotas, que se creen dioses con derecho a todo? Cualquiera, amigo, que haya explotado a los demás, no sólo tiene la obligación de restituir lo robado sino también de purgar en la cárcel, independientemente, el daño inferido. Esta es la verdadera y querida justicia. Antes de cometer una acción, hay que pensar: «No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti».

Tampoco la ciencia nos ha librado de nuestros males sociales. Y parece mentira. Parece mentira que en los albores del siglo XXI y con las tecnologías adquiridas, la vida de cualquier ser humano no sea, por lo menos, digna. La llamada globalización, que debiera servir para ayudarnos en cualquier país del mundo, sólo está sirviendo para aumentar las diferencias. ¡Qué triste! Porque las crisis económicas, ¿por qué se producen? Las enormes desigualdades del mal llamado tercer mundo, ¿a qué se deben? En este planeta nuestro mundializado en que vivimos, no hay excusas para los derrumbes, para las inseguridades y desequilibrios, para la marginación y para la injusticia. La culpa, seguro que no es de la economía. Sólo hay que ahondar un poquito en la reflexión para ver que el origen de nuestros males no está más que en la pérdida de valores, en el egoísmo y en la banalidad que hacemos de la vida. Ahí es donde, en realidad, hay que profundizar. Ahí es donde debería incidir la educación y no en la permisividad placentera de la vida fácil. En esto sentido, los medios de comunicación, en general, tienen asimismo mucha importancia. Los contenidos que a veces divulgan, debieran, estar regulados claramente. Si ofreces basura, basura recogerás. Si ofreces violencia, violencia recogerás. Lo estamos viendo. Y no son necesarias, que a veces sí, recetas justicieras, sino inculcar en el entendimiento y en la voluntad el respeto, el sentido común y la comprensión de que sólo el trabajo, la sencillez, la tolerancia, el amor y la trascendencia de nuestro yo dan sentido a la vida. Si no somos capaces de conseguir esto: ¡pobre del ser humano que no sabe a dónde va! ¡Pobre de nuestra torre de Babel que, por segunda vez, se derrumbará cual frágil castillo de naipes en la arena!

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