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León

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Panorama | antonio papell

Los análisis de situación sobre el presente tienen sin duda una importante carga subjetiva que desfigura en todo o en parte la realidad. De hecho, cuando miramos hacia atrás y ponderamos coyunturas del pasado, con frecuencia observamos que lo que antaño nos pareció gravísimo o intrascendente no siempre merece hoy la misma valoración. Pero, hecha esta salvedad, que obliga a la cautela en los juicios, hay muchos elementos concurrentes que hoy suscitan una opinión muy negativa de la actualidad política. En efecto, estamos sumidos en una profunda recesión, una situación que no podíamos imaginar siquiera en vísperas de que sobreviniese porque se nos había llegado a decir, con un desparpajo digno de mejores causas, que los ciclos económicos habían terminado. Por añadidura, la crisis ha producido el lógico estallido de la burbuja inmobiliaria, sobre la que se nos había dicho que no teníamos nada que temer porque aquel recalentamiento insoportable del sector desembocaría en un «aterrizaje suave».

¿Recuerdan? Y ese estallido ha enviado al paro a toda la mano de obra sin cualificar que servía a aquella industria, lo que nos ha creado un problema adicional y singular, el desempleo gigantesco que nos aqueja, que retrasará la salida del pozo. Pues bien: ante esta grave adversidad, no sólo no se advierte el menor rastro de generosidad en los grandes partidos en lo referente a la lucha contra la crisis sino que estamos asistiendo a una terrible secuencia de escándalos de corrupción, que afecta prácticamente a todos los partidos y que, aunque no pueda extrapolarse sin más, lleva a la opinión pública a sentimientos de grave decepción e incluso de desafección con respecto a un régimen que no está siendo capaz de imponer los grandes valores ni de seleccionar debidamente a la clase política.

Sorprende que las fuerzas políticas tengan tantas dificultades para depurarse internamente de los brotes corruptos, pero lo que resulta todavía más irritante es que estos incidentes sirvan para desencadenar agrias luchas por el poder en el seno de las organizaciones, cuando lo razonable sería que las energías se dedicaran a expulsar a los desaprensivos y a colaborar en la búsqueda de soluciones a los graves problemas colectivos. El fracaso de los partidos está, en fin, tocando fondo, y a buen seguro cuando pase este cáliz tendremos que examinar con espíritu crítico la ley electoral vigente que es responsable de su oligarquización y del advenimiento de una rígida partitocracia.

Pero no sólo los partidos naufragan: el poder judicial, contrapeso de los otros dos poderes, es hoy el compendio de un gran fracaso institucional que sin duda alcanza las mayores cumbres en el Tribunal Constitucional, rehén de su propia politización y manifiestamente incapaz de cumplir la función que tiene constitucionalmente asignada en el asunto más grave que pueda competirle: la organización territorial del Estado. Las sociedades desarrolladas sobreviven con facilidad a sus propios fracasos pero no deberíamos fiarnos de ello. Hoy es oportuna una resonante y airada llamada de atención a un establishment que no sólo no ha sabido impedir la recesión sino que tampoco sabe sacarnos de ella y ni siquiera muestra el interés debido por aliviar el drama de los damnificados. No es bueno que la sociedad deje de creer en las posibilidades de la política, y la verdad es que hoy tiene muy escasas razones para alentar esa fe.

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