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León

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Tribuna | José Luis Gavilanes Laso

Parece que fue ayer cuando en el hogar familiar se reciclaba prácticamente todo. Desde la agujereada olla de porcelana por el componedor ambulante, hasta el recortado abrigo de padre o de madre para uso filial, o la media y el calcetín presas del dedal y de la aguja; pasando por la quema de residuos en la estufa de carbón, si hacía. En una sociedad depauperada y medio hambrienta, como la española de mediados del siglo pasado, en la que apenas podíamos consumir lo necesario y todo se recomponía o se aprovechaba, dejaba para la calle el escaso componente residual en manos del basurero, el empleado municipal que, a falta de contenedores, deambulaba con un pequeño carromato para llenarlo con el vaciado de los cubos de cinc junto a los portales. Era el mismo que, a socaire del natalicio de Jesús, solicitaba el aguinaldo con la estampilla: «La Fiestas de Navidad / que celebréis os deseo / con mucha felicidad / pavo turrón y dinero. El Basurero». Las basuras sin reciclar (apenas el metal se reciclaba) sirvieron en León durante años para rellenar las ancestrales neveras, hogar de sapos, ranas y culebras, frente al cuartel del Regimiento de Almansa (entonces Burgos 36), las que, con el volumen excrementicio actual, se hubiesen rellenado en pocas semanas. Mudan los tiempos, mudan las voluntades, y todo es cubierto de mudanza, que dijo el gran poeta portugués.

El progreso y el bienestar han reconvertido el problema. La depauperación y el hambre han dado paso a un consumo sin freno de una clase media que antes apenas existía. El aumento de la misma, la multiplicación de residuos per capita, más su ubicación y tratamiento, ha supuesto a las «sociedades avanzadas» un cochino problema para el erario y para la preservación del medio ambiente. La paradoja es que ahora comemos más, y más porquería, y por ello la mierda nos come.

Al día de hoy, el ciudadano contempla perplejo, pese a la multiplicación de las administraciones (central, autonómica, provincial, mancomunal, local) y un complejo sistema de gestión, como montones de deshechos campean por las calles fuera de los contenedores y en absoluta anarquía, poniendo en evidencia la incompetencia de dirigentes bien asalariados. Porquería sin recoger en las aceras, vertidos ilegales, empleados que no cobran y recibos aumentados al doble, e ahí el resultado de este disparate de gestión al amparo de siglas (UTE, Gersul, CTR.) y afrenta al ciudadano. Como se trata de basura, nunca mejor dicho que unos y otros se lavan las manos, endilgándose mutuamente esta patata caliente. Es para devolver, pero no sólo por la náusea a la vista y el olfato, sino con la orden al banco o a la caja para que los recibos retornen al remitente. Justo y lógico. Porque lo que se ha puesto a las claras es algo más que la basura en la calle. Es otra basura fotogénica, contemplativa del propio ombligo, que más le valdría (seguro para el bien común, no sé si para su propio bien) seguir la recomendación de la «dorada mediocridad» de Horacio: retirarse a cultivar tomates o a escardar cebollinos, si es que para eso valen. Son los mismos a los que se les llena la boca de democracia a todas las horas y, cuando están callados, su eurofilia oscurece por completo a la demofilia. No sé como se solucionará el problema de los residuos sólidos urbanos, si es que algún día se soluciona. Seguramente discurrirá con treguas o interludios, como en las óperas, porque, mucho me temo, el problema repuntará, cíclica e irremisiblemente, una y otra vez, mientras los encargados de solucionarlo sean los mismos o parecidos gestores de esta brigadilla política y social. Me parece conmovedora la recomendación municipal de que la inmundicia permanezca en casa para no manchar la inmaculada calle, por ser ya de todos, desde que el señor Fraga Iribarne dejó de ser su propietario. No comparto esa opinión. No por ética, sino por estética. Como la arruga, la basura puede ser bella. Las bolsas de basura, bien cerradicas y ordenadicas, pueden dar un inusitado y singular pintoresquismo al paisaje. Lo digo con conocimiento de causa. Estuve el año pasado en Nápoles, la ciudad más española fuera de España, de la que Cervantes dijo haber pasado los mejores días de su accidentada vida. Cuando puse los pies en Nápoles, a primeros de mayo, desde hacía cinco meses que la «melodía caótica» de este emporio de anarquía y de camorra cohabitaba con la inmundicia. Toda la ciudad era un doloroso ¿ pero, al mismo tiempo, espectacular y vistoso? estercolero, junto al que circulaba una población aparentemente alegre y feliz, como si aquello formase parte de su vida desde la primera erupción del Vesubio, allá por el siglo I después de Cristo. Toneladas de basura campeaban dantescamente por calles, plazas y avenidas. Moratín advertía dos siglos antes, que incluso los patios y la galería del palacio real napolitano, «parecen depósitos de basura y estiércol». Problema crónico. Emulando al Vesubio, la metrópoli napolitana revienta cíclicamente su embarazo en partos de porquería, cuando no hay posibilidad de eliminarla, exportándola a Alemania o a otros países. Al tiempo de mi visita, volvían las basuras a tener un nuevo repunte, el enésimo a lo largo de su historia, haciendo la vida más difícil a los napolitanos, porque ya empezaba a hacer calor y el olor se hacía insoportable. El problema es tal, que se hace necesaria y urgente en las escuelas napolitanas una asignatura, no de «educación para la ciudadanía», sino de «educación para el reciclaje». Como remedio paliativo para deshacerse de la basura y cambiar así el aspecto pictórico y escultórico napolitano: ¿por qué no construir un funicular y transportar la porquería hasta el Vesubio?, propuse, vanamente, a los napolitanos. Sería una solución. Momentánea, si se quiere, hasta que se llenase el enorme cráter, como se llenaron las neveras leonesas de la carretera de Asturias, si el volcán no despierta antes. Y, si despierta, ¡qué más da!, toda la mierda se esfumaría o todo se iría a la mierda. La suerte o la desgracia es que en León no tenemos volcanes ni ya neveras que rellenar. Habrá que invocar a todos santos, pues es evidente, que la invocación a San Román no es suficiente.

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