La vida en un árbol
Tribuna | Víctor Corcoba Herrero
escritor
El árbol, los árboles, tan necesarios y tan precisos para vivir. Donde hay bosque germina un abecedario de sueños en un mundo de fábula. El universo que los artistas crean, las religiones, filosofías y cultu ras de todos los tiempos y lugares, han cultivado y se han dejado cautivar de jardines edénicos y de velas frondosas que ensortijan la brisa del tiempo. No puede desaparecer lo que forma parte del camino y es parte de nosotros. Esas matas de lenguajes multicolores, aparte de alentarnos de ilusiones nos alimentan el alma. Naciones Unidas ha dado la voz de acrecentar los bosques de follajes. Una vida sin árboles es una vida sin orquesta, sin color, sin labios en flor, monótona y fría como el mármol de los cementerios, la antesala de la muerte. Sin embargo, las frondosidades son lienzos de luz, que ofrecen no sólo protección para el medio ambiente, también subsistencia para más de mil millones de personas que viven gracias a estos mantos de enramadas vegetaciones. Ciertamente, tras la poesía de los árboles (retención del carbono, sombra, belleza, control de la erosión, fertilidad de los suelos) germina una gran variedad de productos (madera, fruta, medicina, bebidas, forraje), que no conviene derrochar y si administrar bien. Seguramente tendríamos otra consideración, y no cosecharíamos tanta arboleda perdida, si pensásemos que la naturaleza es inviolable. Sólo hay que descifrar lo que nos dice con sus hechos, entender sus mensajes para guardar respeto.
De un árbol, de una arboleda, pende la vida. Líderes mundiales, representantes gubernamentales, empresariales y de la sociedad civil, forman cónclave continuamente para frenar el cambio climático. Se fijan objetivos, pero esos objetivos no parecen lograrse. El propio ajetreo del hábitat con su insostenible economía, sus modos y maneras de engranaje productivo, las costumbres y usos irrespetuosos con el medio ambiente, todo hace predecir lo difícil que va a ser pasar de las palabras a los hechos. A mi juicio, la deuda ecológica en el mundo es más terrible y más grande que la deuda financiera. Es hora de reeducar en el buen gusto por la naturaleza y también de afanarse en plantar árboles, de darles su valor y su valía. No en vano, desde siempre, los árboles han tenido una importancia simbólica en la mayor parte de las grandes religiones del mundo. Así, por ejemplo, el reino de Asurnasirpal II marca el primer gran florecimiento del arte figurativo neo-asirio, que se manifiesta en la decoración del monumental Palacio Real que el soberano hizo erigir en el extremo noroeste de la Acrópolis di Nimrud, la antigua Khalku. Los dos relieves expuestos pertenecen a las lastras dedicadas al tema mítico-simbólico de la adoración del árbol sagrado, un símbolo de la realeza portadora de fecundidad y vida. En cualquier caso, los árboles simbolizan la continuidad histórica de la especie humana, fusionan lo terrenal con el universo y, en muchas culturas, son el lugar donde residen los espíritus benignos o malignos y las almas de los antepasados.
La vida en un árbol, en el de la sabiduría del buen hacer y mejor compartir, es la madurez de la especie humana. Yo si considero vital y prioritario que los líderes mundiales se reúnan a debatir sobre el cambio climático, el momento lo exige, y creo que deben ponerse de acuerdo sobre compromisos que obliguen legalmente a recortar los gases de efecto invernadero y a pagar por el daño que el cambio climático está haciendo a los poblados más míseros. Aquel que más daño haga que sea el que más pague. También ha llegado el momento de cambiar estilos de vida, más cortés con la naturaleza y más sensible con el ecosistema, lo que conlleva que sea más humana la vida en definitiva. Como bien dice un proverbio inglés: «Quien planta un árbol ama a los demás». Nos hace falta, asimismo, que se enraíce la solidaridad como valor. El cambio climático afecta a todo el mundo, se halle donde se halle. Las empresas deberán mantener un enfoque preventivo y de tecnologías respetuosas con el medio ambiente, pero las familias deberán igualmente cuidar y proteger su entorno.
Cada generación se considera depositaria del planeta. Ahora bien, deberíamos ser capaces de legar a la posteridad al menos -”como dijo J. Sterling Morton-” tantos árboles y jardines como los que hemos agotado y consumido. La reforestación siempre es posible, basta tener ganas y hacerlo. Servidor, si supiera que el mundo se acaba mañana, hoy mismo me pondría a plantar un árbol. Porque cualquier arbusto, por ínfimo que sea, no es un alma ausente, es una vida que da vida, mientras que nosotros a veces nos consideramos salvadores de existencias y, sin embargo en tantas ocasiones, no pasamos de ser meros testigos. Conversar con los árboles, pues, no es perder el tiempo como tampoco lo es perderse por entre las delicias del bosque. Me temo que hay mucha gente que sólo conoce estos manjares que cuelgan de las arboledas por los cuentos. El asfalto y las prisas del momento presente no solamente nos comen espacios y tiempo, también la vida. Cuando menos, injertemos el pavimento de árboles para que las celeridades sean más llevaderas, o sea, más respirables. Son tantas las maravillas del bosque, que allí el verso es fe de vida, y nos lo perdemos.