El bautismo del Señor
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
Terminamos con esta fiesta el tiempo de Navidad, inmersos de nuevo en la vida cotidiana. El Niño de Belén se nos presenta ya como adulto y, en el hecho de su Bautismo en el Jordán, aparece como portavoz de un proyecto de vida y de salvación, de gracias y renovación. Es como si nos dijera: este mundo puede y debe, tiene que ser, mejor; y se puede hacer: hay una fórmula, una receta, no fácil, pero factible, el Evangelio al que consagro mi vida, los valores del reino que me conducirán a la Cruz, pero que llevan en su misma entraña el germen de una vida sin fin, porque sintonizan con los planes de Dios Padre. O lo que es lo mismo, la formulación perfecta y definitiva de nuestra relación con Dios la encontramos nosotros en Jesús. Por eso optamos por ser cristianos. Y ser cristiano es entonces querer vivir en comunión con la vivencia religiosa de Jesús, con la fe de Jesús, a la que reconocemos como arquetipo y norma común, universal y definitiva de nuestra fe. La fe tiende por su misma esencia a ser respuesta adecuada a una revelación de Dios, a una palabra anunciadora de salvación, de la que nadie más que Jesús ha tenido una experiencia primaria y definitiva. Cualquier intento de profesar la fe cristiana en Dios Salvador tiene que pasar por la mediación de este testimonio primordial. No tenemos revelación a domicilio, según nuestro propio capricho o ingenio.
También la vida del cristiano comienza en el bautismo. En el bautismo el cristiano es hecho hijo de Dios y recibe ya la comunicación del Espíritu. La confirmación no es otra cosa que la confirmación del bautismo, un rito en el que de una manera más expresa se nos confiere el don del Espíritu. Por el bautismo y la confirmación, el cristiano es invitado por Dios a llevar el testimonio de su vida a la realidad del mundo de los hombres. El cristiano no es para el mundo fuerza de Dios, si no promueve la justicia y la liberación de los oprimidos y si no hace todo esto en la debilidad de su servicio, si no se alimenta también, como Cristo, de la voluntad del Padre y si no ve en la voluntad del Padre el servicio al mundo de los hombres. No es con griterío y con ostentación y con poder terreno como el cristiano ha de vivir realmente en el mundo. Su camino no es el de clamar y « vocear por las calles o cascar la caña quebrada y apagar el pábilo vacilante... ». El cristiano ha de ser como el siervo Jesús. Su bautismo le compromete en esforzarse por llevar el evangelio a la realidad de los hombres. En esta confrontación el cristiano no corre otros riesgos que los del mismo Cristo. Es posible que su vida termine en la cruz, pero cree firmemente que el que muere con Cristo resucitará con él.
Es bueno que nos miremos también en el espejo de Cristo, comparando nuestra vida con el estilo con que El cumplió su vocación. También nosotros, en medio de este mundo, somos ungidos, es decir, señalados, para trabajar por la justicia y la verdad, para hacer triunfar los valores de Dios. Pero no con la violencia o con la impaciencia o con el mal humor, sino con la comprensión, con la servicialidad, y con la entrega total de nosotros mismos.