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Cornada de lobo | pedro trapiello

Decencia moral

Publicado por
pedro trapiello
León

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Poca gente hay que en el cesto de los días acabe atropando más risas que penas, más jovialidad que cara de palo. Es gente rara. Por aquí propendemos más al andancio místico con quejumbre fatigante que a encarar jovialmente la jornada, recelamos, así que cuando se pierde una risa franca, cuando se muere el que la cultivaba y la brindaba, queda un silencio que abruma... y desanima.

Enrique Pérez Ámez celebraba los encuentros. Nunca los inauguró con la grave descripción de lo que podía ser la vida puta y su propia peripecia (que no le fue nada fácil en los últimos años), sino que lo hacía bromeando sobre la actualidad y las cosas, la política, los dogmas o el destino fatal. Ya habría tiempo después para ponerse serio, sutil o dolido, si fuera el caso. Hace tiempo que Ámez tenía muy claro que es preferible reírse y restar importancia a la tragedia del vivir, que meter más mala sangre a unas venas del organismo social que van emponzoñadas como alcantarillas, de manera que todos los últimos encuentros que tuvimos lo fueron en clave de sol, en sí sostenido y con arpegios que iban desde la sonrisa inteligente a la franca risotada: ríete, Pedrín, que disparan mierda.

A todo esto, no he dicho que Enrique era cura, que lo fue con intensidad, cargos y brillo en sus comienzos (le llevó el cardenal primado Marcelo a la catedral metropolitana de Toledo) y que acabó algo rebotado de una fe de chapa y chupa tras caerse de su burro Belisario ante las puertas damascenas del dogma cerril (editó un libro de repaso y descripciones sobre la realidad del Opus que levantó ampollas; lo tituló «Reflexiones al burro Belisario», pollino que le evocaba sin duda su Laguna Dalga natal donde ahora reposan sus sueños).

En los años setenta Enrique escribía en este periódico. Entonces le conocí y le traté. Cuando llegó Larrea de obispo a León le apeó de curias y responsabilidades y le perdí la pista hasta hace unos años que le evoqué en una columna y dio señales. Me reencontré con él. Era un hombre distinto y no sólo porque le hubieran transplantado el corazón, sino el alma, ahora arañada, pero clareada. No le trató bien el destino (ni sus servidores), pero tenía una gran decencia moral que contagiaba.