Cornada de lobo
La vida en pellejos
De la historia de mi tierra y de la tierra de los otros me interesa especialmente lo que no se escribió y ha de leerse en los arañazos del suelo o entre líneas. Para conocer lo que fue la realidad remota hay más pistas en la vida secreta de una cabaña de pastores del siglo XV que en los secretos a voces de las alcobas de palacio (la alegría o la pena de un pastor son el indicio de la calidad de un país). La historia real, la vida, está en el latir cotidiano del pueblo que no tuvo más cronistas que el escribano zoquete que le apuntó en la lista de levas y el párroco en la de bautismos o diezmos y primicias. En el bosque genealógico de linajes, pretendientes bastardos y generales coronados nos pintan los árboles de colorines y sus pistas están amañadas. No es de fiar el que escribe de la guerra cuando la ganó.
La crónica oficial es lo que es. Sólo salen reyes, nobles, prebostes, grandes caciques, hombres de pro, héroes locales, políticos y una grada entera de cardenales. Las fuentes históricas de legajos y mamotretos son buenas para la idea marco, pero nos aclararía muchas cosas saber cómo comían los que nombra la Historia, en qué trabajaron, cuánto dilapidaban en fiestas, cómo mentían, cuánto robaban, a cuántos mataron, cómo fornicaban -según tus meneus, iudícame Deus- o cuáles eran sus gustos, lujos, excesos y puñales. Ahí está su verdadero retrato, porque sus rúbricas decretales en miniados pellejos de oveja son sólo caligrafía, teatro y política.
En los fastos del centenario del Reino que nos parió se hablará mucho de las cosas de palacio con grandes nombres y con ganas de imperio, pero seguiremos ignorando mayormente cómo vivía la tropa, la gleba, el pueblo al ras, qué miedos asalataban sus sueños, cuánta labor les ordeñaban por un maravedí, qué comían (el que comiera), en qué sexualidad naufragaba el vulgo bruto y pecador, cuáles eras sus creencias y herejías, de qué enfermaban o morían, quién les ordenaba, quién les chuleaba y quien les jodía. Me gustaría saberlo con más profusión de datos e indicios de los que sugiere (y no son pocos) Sánchez Albornoz hablando de esta ciudad hace mil años, ese libro que es la fuente en la que bebemos a morro los bueyes.