Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Estamos finalizando la Octava de Pascua, días de alabanza a Cristo Resucitado, centro y fin de la historia y de los deseos más profundos del ser humano. Jesucristo, con su muerte y resurrección, ha liberado al hombre de aquella esclavitud radical que es el pecado, abriéndole el camino hacia la verdadera Tierra prometida, hacia el Reino de Dios, que es Reino universal de justicia, de amor y de paz. Un camino interior que consiste en un nuevo nacimiento en el Espíritu Santo, fruto del Bautismo que Cristo nos ha dado precisamente en el misterio pascual: morir con Él para resucitar con Él. El hombre viejo deja el puesto al hombre nuevo; la vida anterior queda atrás; se puede caminar en una vida nueva. Pero también es fuente de una liberación integral, capaz de renovar cualquier dimensión humana, personal y social.

La Pascua es la verdadera salvación de la humanidad. Si Cristo no hubiera derramado su Sangre por nosotros, no tendríamos ninguna esperanza, la muerte sería inevitablemente nuestro destino y el del mundo entero. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: la resurrección de Cristo es una nueva creación, como un injerto capaz de regenerar toda la planta. Es un acontecimiento que ha modificado profundamente la orientación de la historia, inclinándola de una vez por todas en la dirección del bien, de la vida y del perdón. ¡Somos libres, estamos salvados! Por eso, desde lo profundo del corazón exultamos: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria».

El pueblo cristiano, nacido de las aguas del Bautismo, está llamado a dar testimonio en todo el mundo de esta salvación, a llevar a todos el fruto de la Pascua, que consiste en una vida nueva, liberada del pecado y restaurada en su belleza originaria, en su bondad y verdad. A lo largo de dos mil años, los cristianos, especialmente los santos, han fecundado continuamente la historia con la experiencia viva de la Pascua. La Iglesia es el pueblo de la Pascua, porque constantemente vive el misterio pascual difundiendo su fuerza renovadora siempre y en todas partes. También hoy la humanidad necesita un cambio que consista no sólo en retoques superficiales, sino en una conversión radical, espiritual y moral. Necesita la salvación del Evangelio que, por consiguiente, pide cambios profundos, comenzando por las conciencias.

La Pascua no consiste en magia alguna. De la misma manera que el pueblo hebreo se encontró con el desierto más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia. Y, sin embargo, esta historia ha cambiado, ha sido marcada por una alianza nueva y eterna, está realmente abierta al futuro. Por eso, salvados en esperanza, proseguimos nuestra peregrinación llevando en el corazón el canto antiguo y siempre nuevo: «Cantaré al Señor, sublime es su victoria».

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