Diario de León

La bienaventuranza más importante

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

L as lecturas de este domingo me han traído a la memoria un texto de nuestro Sínodo diocesano y unas palabras de uno de nuestros curas de León. Ahí van: Iluminados por la Palabra y poseídos por la Verdad, nos aprestamos, como las vírgenes que esperan la llegada del novio, a escudriñar los signos temporales que nos descubren que la fuerza salvadora del ángel de Dios sigue pasando por nuestra historia presente y haciendo, de la sangre y del sudor con que teñimos cada día las jambas de nuestras puertas, la víspera de la gran y definitiva Pascua.

El banquete fraterno de la vida de cada día lo seguimos aderezando con el pan ázimo de los pobres, con las hierbas amargas de los que lo dejan todo y con las sandalias puestas de quienes están para partir. En medio, está el Cordero inmolado, que, al ser comido, nos abre los ojos para comprender que se nos autoriza a hacer este tramo de la historia humana en su compañía. Ésta se adivina cuando nos reunimos en su nombre, cuando partimos el pan que cada día nos da y cuando alargamos la mano a quien nos pide menos de lo que necesita.

Dios nos enseña que su omnipotencia y su piedad nos preparan una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia. Sin embargo, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar este mundo, donde crece el cuerpo de una nueva familia humana. Los cristianos que formamos nuestra Iglesia sabemos que hemos de esperar lo que vivimos y vivir lo que esperamos. Precisamente, para que el ardor primero no se reduzca a un viejo recuerdo, nuestra Iglesia ha de estar ocupada por el sentimiento desbordante de saberse sierva inútil, que no hace más que lo que tiene que hacer.

Ella tiene que ser como el criado que espera a que venga su señor para abrirle, apenas venga y llame; sabe que lleva la mejor piedra preciosa en una vasija de barro; acepta que su condición es la de desvivirse, para que otros tengan vida y la tengan abundante, o la de quien planta y riega, para que sean otros los que cosechen.

Está impulsada a ser el trigo hundido en tierra que tiene que morir, para que, aparentemente de la tierra reseca, brote una espiga con que hacer el nuevo pan del Banquete final.

La comunidad de discípulos, que camina en un territorio y en un tiempo determinado, se deja inflar de la esperanza de quien vive el ajetreo de la víspera de la fiesta, porque, sin más razones que las que nacen de quien se anticipa a amar, se siente Plenitud del que lo llena todo en todo y confía, a pie juntillas, en que se oiga, en cualquier momento, resonar la más cenital de las Bienaventuranzas: «Dichosos los criados, a quienes el señor, al venir, encuentre en vela.

Yo os aseguro que se pondrá el mandil, les hará sentarse a la mesa y, yendo de uno a otro, los irá sirviendo»

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