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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Se presenta ante nosotros uno de los textos más conocidos y socorridos de evangelio: las parábolas de la misericordia, cuyo centro es la mal llamada parábola del hijo pródigo, porque en realidad es la del padre misericordioso. Parábolas que hemos de leer a la luz del autorretrato que hace San Pablo en la segunda lectura.

La historia es tan antigua como el ser humano. Desde Adán hasta Jesús, el hombre se salva por la misericordia de Dios, por un amor tan paciente. Toda la historia del Éxodo, como dirá la primera lectura, es un testimonio claro de ello. Ante un pueblo que, con frecuencia, tiene la mente y el corazón demasiado pequeños para dar cabida al proyecto de libertad que Dios tiene pensado para él, aparece una constante misericordia del Padre Dios.

Por eso, si leemos en primera persona ciertas páginas de la Biblia, aparece de repente en muchas figuras nuestro propio retrato. El hijo pródigo soy yo y eres tú. Y el padre es nuestro Padre del cielo que nos espera. Bajo un señor estamos siempre: o bajo Dios, y somos hijos y no siervos. O estamos bajo nuestros instintos y con ello bajo nosotros mismos, bajo nuestros miedos -”y en nuestro corazón hay siempre una buena dosis-” y nuestras preocupaciones egoístas. No hay neutralidad entre estos señores. Nosotros no somos señores, somos sólo campo de batalla entre los verdaderos señores. Dicho de otro modo: se nos pregunta si queremos ser el hijo de uno o el siervo del otro. El hijo pródigo tiene miedo de desperdiciar la vida. Quiere tener todo, aunque sea sólo una vez en la vida. Ahora quiere estar más allá del bien y del mal, donde le da igual Dios y el diablo. Luego cuando sea viejo regresará y será piadoso. No quiere ser un desalmado, sino solamente un joven liberado, con vitalidad. ¿No hemos experimentado algo semejante alguna vez? ¿No suena también nuestra voz en los deseos del hijo pródigo? El hijo abandona la casa paterna. Ahora puede hacer lo que quiera. Es libre. No, no es libre. Esta es la gran novedad que descubre el que emigró para ser libre.

El arrepentimiento del hijo pródigo no tiene nada de negativo. Es el final. Es, sobre todo, no apartarse de..., sino regresar a... Siempre que en el Nuevo Testamento se habla de penitencia hay campanas que invitan a la alegría. Cuando el hijo cree que está al final, entonces comienzan los caminos de Dios. Este final visto desde los hombres y este comienzo visto desde Dios, es la penitencia. El último tema no es la infidelidad del hombre sino la fidelidad de Dios. Por eso la historia tiene un sabor de fiesta. Donde se produce el perdón, allí hay alegría y fiesta. El último mensaje de esta historia es que hay para todos nosotros un regreso, porque hay una casa paterna. Donde el padre reconoce a su hijo, debemos reconocer nosotros al hermano. Perdemos la paz con Dios si no nos podemos alegrar donde Dios se alegra, y si no podemos confiar donde Dios confía, si nuestro corazón lleva unos latidos diferentes a los del Padre.