Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Comenzamos mayo y en este primer domingo celebramos muchas cosas a un tiempo: el final de la octava de Pascua, el domingo de la Divina Misericordia, la beatificación del Papa Juan Pablo II (que instituyó esta fiesta), el día del Trabajo y el día de la Madre. Es por tanto un domingo muy peculiar, apto para sentir la alegría por la presencia del Resucitado, el regalo de su paz y de su misericordia, y la pertenencia a la gran familia que es la Iglesia, a la cual muchas veces miramos como algo extraño y que, sin embargo, dentro de sus debilidades y miserias, ha tenido y tiene entre sus filas a miembros eminentes de esta humanidad amada por Dios en Cristo.

¿Qué implica creer que Cristo está presente en la comunidad? Según el Evangelio, hay dos signos que lo demuestran: la paz y la alegría. Vivir en la Pascua es bastante más que una bonita expresión. Creer en Cristo resucitado es algo más que una confesión del Credo. Jesús fue claro cuando dijo que la letra mata y que sólo el espíritu da vida. Si hemos recibido el Espíritu del Señor resucitado si creemos aún sin ver,... ¿cuáles serán los frutos nuevos de esta fe? Si hemos renacido para vivir en una esperanza viva, ¿qué futuro queremos construir? Lo que Dios obra en nosotros es mucho más grande que lo que entra en el pequeño recipiente de nuestra experiencia. Por eso san Pedro, en la segunda lectura, pronuncia un elogio memorable de aquellos que aman al Señor sin verlo; y esto no bajo la coacción de una fe impuesta, sino con un «gozo inefable y transfigurado», que se multiplica con la entrega de la fe, sin que el cristiano quiera acaparar para sí esa irradiación gozosa. Se trata de una fe alimentada por la «esperanza viva» propiciada «por la resurrección de Jesucristo», una fe que se reafirma ante las dificultades terrenales y que avanza hacia su «meta» en el seguimiento fiel del Señor sufriente y resucitado. Si se quiere llamar «experiencia» a este gozo inefable que brota de la fe, es ciertamente una experiencia que no quiere entretenerse con los placeres del presente, sino liberarse de ellos para poder alcanzar cuanto antes la «meta» deseada. Pero no es que nosotros hayamos obtenido o alcanzado algo, sino que somos nosotros los alcanzados por Cristo, que obtuvo esa meta a favor nuestro.

Una preciosa explicación de lo que es la Iglesia desde su origen nos la ofrece la primera lectura: constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones; por eso, eran bien vistos de todo el pueblo, ya que vivían unidos y compartían todos los bienes, sin nada propio, sin indigencia, atendiendo las necesidades de cada uno: Daban testimonio comunitario, eclesial, de vivir una nueva creación: encarnaban la Pascua del Señor que los había transformado. Quiera el Señor que con nosotros ocurra lo mismo.

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