Diario de León

Lo reconocieron al partir el pan

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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Los dos discípulos que caminaban descorazonados y desengañados hacia Emaús, conocieron a Jesús al «partir el pan». Conocer a Jesús y cambiar el sentido de su ánimo fue todo uno. La angustia desapareció y fueron conscientes de que, mientras caminaban con aquel desconocido que les iba explicando las Escrituras, sus corazones ardían. La reacción no se hizo esperar: se levantaron al instante y volvieron hacia Jerusalén, de donde se habían ido tristemente. Los cristianos tenemos un momento en el que partimos el pan y oímos las Escrituras: es la Misa. Pero la pregunta de hoy es clara: ¿tenemos nosotros esa misma alegría al celebrar la Eucaristía? ¿Ponemos alma, vida y corazón en celebrarla bien? ¿Tasamos el tiempo o la celebramos con calma y con gozo? ¿La vivimos como una obligación, es decir, cuanto antes acabe mejor?

Estos dos discípulos representan a los cristianos de todas las épocas: se han hecho su propia imagen de lo que tiene que ser Jesús y se encuentran con una rotunda decepción. Ven que Jesús ha muerto y, naturalmente, consideran esta muerte como el fracaso y la desaparición de la acción de Jesús en el mundo. Desorientados, caminan discutiendo entre sí la crisis que pasan. No parece difícil sentirnos nosotros representados en ellos. Es normal que también tengamos unas ideas y unas formas determinadas de vivir y de entender la fe en Cristo, y nuestra adhesión a la Iglesia... y que todo esto se mezcle con prejuicios y errores dentro de nosotros, aunque nos esforcemos para que no sea así. Es nuestra forma de ser, como la de los de Emaús, indecisa, contradictoria, pecadora. Por eso nos resultan convenientes, e incluso necesarias, las crisis, como etapas para avanzar en la conversión. Tal vez esto nos ayude a no confundir la esencia de la fe con los envoltorios que le ponemos.

El Mesías tenía que morir para entrar en su gloria. Y con él tenía que morir también la falsa esperanza de sus discípulos y las ilusiones que se habían forjado sobre «ínsulas baratarias» y triunfalismos de tejas abajo. Tenía que morir todo eso para que Jesús resucitara y, con él, nuestra verdadera y única esperanza. La que no defrauda, porque es esperanza contra toda esperanza. Porque es la esperanza contra la muerte y a través de la muerte. De manera que todos nuestros fracasos, incluyendo el radical de tener que morir, fueran una puerta para la vida. Jesús tenía que morir para que sus discípulos aprendieran la lección de la semilla: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto». Y la lección del amor: «El que guarda su vida, la pierde, pero el que da su vida, la gana». Y la lección de la paciencia, que no es otra cosa que la esperanza en traje de faena y no la resignación y el derrotismo, pues «todo contribuye para bien de los que se salvan». ¿Quién se acuerda hoy de la paciencia? O de otra manera, ¿hasta dónde alcanza hoy la esperanza: hasta el primer fracaso; hasta más allá de la muerte?.

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