Diario de León
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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

En la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo (el «Corpus») celebramos una vez más el amor de Jesús, que entregó su vida por nuestra salvación. Con justo motivo, esta solemnidad nos recuerda el don y la responsabilidad del amor fraterno. En torno a ella los católicos celebramos el día de la caridad.

En algunos países de larga tradición cristiana algunas organizaciones políticas repiten de vez en cuando el viejo discurso sobre lo mucho que la Iglesia debe a las administraciones publicas. Sin querer reivindicar privilegios, se podría contraponer la enorme cantidad de dinero que la caridad de los católicos ahorra cada año a la administración pública.

En su primera encíclica, «Dios es amor», Benedicto XVI mencionaba un dato del emperador romano Juliano el Apóstata (-  363) que ilustra la importancia que para la Iglesia de los primeros siglos alcanzaba la caridad ejercida y organizada. El asesinato de su padre, de su hermano y de otros parientes, que él atribuyó al emperador Constancio, que se tenía por cristiano, desacreditó la fe cristiana ante los ojos de Juliano, siendo todavía niño.

Convertido en emperador, decidió restaurar el paganismo romano, aun recogiendo lo mejor del cristianismo, como el amor a Dios y al prójimo. De hecho, escribió que el único aspecto que valoraba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Así que para emular a los «Galileos», instituyó en la nueva religión un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia. Sin pretenderlo, «el emperador confirmaba que la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia».

A lo largo de la historia la Iglesia trazó caminos, construyó puentes, fundó hospitales y universidades. Más tarde ha abierto centros para atender a los emigrantes y promover la rehabilitación de los drogadictos.

Con ello ha tratado de cumplir el mandato del amor recibido de su Señor. Poco a poco, los gobiernos han ido haciéndose cargo de estos servicios a la comunidad. La Iglesia había cumplido una función de suplencia que, cada día habrá de aplicar a nuevos campos.

El profesor Henry Boulaars solía decir que por tupidas que sean las mallas de la red siempre habrá peces que se escapen. Siempre habrá marginados que no quepan en ninguna institución. En esos casos la Iglesia seguirá atenta a los marginados, viendo en ellos el rostro de su Señor. Y prestando el servicio de la caridad cuando falte la justicia o ésta se torne injusta.

La fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo nos anima a escuchar las llamadas de los nuevos pobres. Como escribía Juan Pablo II, al concluir el Jubileo del 2000, «es la hora de un nueva «imaginación de la caridad», que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno».

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