Diario de León
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félix madero
León

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U n amigo que no sabe que lo es, pero al que debo esa consideración por lo que hace, tiene la costumbre de invitarme al museo Thyssen Bornemisza. Este amigo ignoto me envía la invitación para ver la exposición de Antonio López, en Madrid hasta el 25 de septiembre. Entre el ruido que hacen las personas extasiadas que miran un cuadro perfecto me encuentro frente a un cuadro pintado, inventado, en 1965. Cuando López pintó -˜El aparador-™ yo tenía seis años y, como él, vivía en un pueblo de La Mancha, Almoradiel. La fuerza del cuadro es tan descomunal que por un momento se hace un pequeño milagro: me veo a mí mismo frente a un aparador que mi abuela tenía igual.

Cuando el arte desdobla a una persona así, de esta manera tan verdadera, alguien te avisa: ¡Cuidado amigo, la perfección! Sencilla y clara. El aparador es de madera, con dos puertas de cristal por el que veo platos, tazas, un jarrón, una salsera, una botella de anís La Asturiana, otra de coñac 103, unos medicamentos. Los veo con toda la nitidez del mundo porque Antonio López ha pintado el cristal como si lo acabara de inventar. No me pregunte cómo lo había hecho, ahora que estoy escribiendo solo recuerdo que no pude apartarme de la contemplación de ese cuadro: no estaba rejuveneciendo, no -”dejémonos de tonterías-”, estaba viviendo.

Cuando reparé en el tiempo, un buen rato frente a -˜El aparador-™, ya no tuve fuerzas de ver más. Imposible digerir más vida, arte, verdad, sencillez, recuerdos. Nunca me pasó. Salí de la sala y reparé en un grupo de gentes que compartía palabras y vino. Me pudo la curiosidad ¿quién estará en el centro? Es Antonio López, bajito, enjuto, vestido como si hubiera ido al bar de la plaza en Tomelloso. Escuchaba más que hablaba. Lo miré, lo pensé y advertí que nunca jamás había visto a nadie tan sabio que ignorase tanto, y con tanta devoción, su importancia. Cuando me iba, ya con el jornal ganado que diría Claudio Rodríguez, me encontré con otro manchego, Félix Grande, al que saludé y recordé un reciente y feliz encuentro en la radio. Cuando llegué a mi casa abrí un poemario de Félix y leí esto: «La carne me ha enseñado el más hondo saber/ y el lenguaje me enseña su lección venerable:/ que el tiempo es un abrazo del hombre y la mujer/ que el Universo es una palabra formidable». Y me voy a dormir en paz.

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