Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

C omienza este domingo una serie de parábolas de Jesús. Hoy se nos ofrece una de las más conocidas y de las más fáciles de interpretar. Jesús dice a la gente que le sigue: creed, confiad en el fruto que da la semilla de Dios -su vida, su gracia, su amor, su palabra- en la tierra que es el hombre. Confiad, aunque a veces, y por culpa del terreno, no dé fruto. Insistamos: el punto clave de la parábola no es una exhortación a preparar el terreno sino a creer en la fecundidad de la semilla. Aunque también deba prepararse el terreno. El problema no es tampoco que la semilla no tenga vitalidad para dar fruto.

Ni es tampoco que dependa de lo que nosotros hagamos, como si el fruto lo diéramos nosotros (la tierra): no, el fruto nace de la semilla. ¿Dónde radica el problema? En el modo como la semilla penetra y fecunda en la tierra. La cuestión está, por tanto, en la acogida que recibe la semilla. El centro de la aplicación de la parábola está en la primacía, en el valor de cosa absoluta, de radical incondicionalidad con la que nos abrimos a la semilla.

La semilla ya hará su trabajo; el nuestro es sobre todo el de dejar que esta semilla entre en lo más profundo, en lo más hondo de nuestra vida. Y esto que parece tan sencillo es lo que más cuesta. Dejamos la semilla en la superficie de nuestra vida; o no le damos su valor (como si fuera un aspecto más de nuestra vida, junto a tantos otros que nos preocupan más); o aunque algo en nosotros nos diga que es lo más importante, queda ahogado porque no somos suficientemente valientes, suficientemente sinceros, para arrancar de nosotros aquello que ahogará la semilla.

Jesucristo nos pide hoy un acto de fe. Y nos lo pide al hablarnos de lo más importante que él vino a decir al mundo. Nos lo pide hablando de ese Reino de Dios, de esta promesa gozosa de felicidad y de paz y de libertad que él predicó. Esta promesa, ese Reino, ese amor del Padre, al servicio del cual él derramó su sangre. Nos pide un acto de fe, como lo pidió a sus apóstoles. Porque los apóstoles eran un poco también como nosotros: eran unos hombres que creían a Jesús, que se encontraban bien junto a él, que se ilusionaban al oírle hablando del amor, y de la paz, y del perdón, y de la verdad, y de la alegría de ser hijos, todos los hombres, de un mismo Padre.

Se ilusionaban, pero al mismo tiempo, al ver cómo andaban las cosas, y al darse cuenta de que el mundo seguía igual de desgraciado y desagradable que antes, que eso del amor y la alegría y la fraternidad era muy bonito pero nadie lo ponía en práctica, pensaban que, desde luego, no quedaba nada claro que lo que Jesús decía pudiera ser nunca verdad, y que quizá lo que le ocurría a Jesús era que tenía muchos pájaros en la cabeza.

La semilla que Jesús ha plantado, crece. Seguro que crece. Porque él lo quiere. Porque él se preocupa de que haya buena tierra. Porque él nos lo ha dicho y nosotros, sus seguidores, debemos creerlo y colaborar en ello.

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