Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Jesús habla a los suyos del Reino de los cielos y lo compara con algo que todos van a entender perfectamente: con el tesoro escondido que un hombre encuentra, con la perla que un comerciante descubre y con la red llena de peces que recoge gozosamente un pescador. En todos los casos hay una reacción: hay que venderlo todo para lograr el tesoro, para comprar la perla. Y hay que venderlo rápida y gozosamente, porque lo que se va a conseguir con aquella venta supera en mucho lo vendido. Esta es, para Jesús, la postura del hombre que se ha encontrado con Dios en su vida: debe quedarse tan asombrado, tan ilusionado, tan contento, que no debe dudar en preguntarse seriamente qué hay que dar por el encuentro. Los cristianos, por definición, nos hemos encontrado con Dios de la mano de Jesús. Pero, ¿quién lo diría? Al vernos vivir diariamente, ¿alguien barruntará que en nuestra existencia se ha producido un acontecimiento gozoso que ha cambiado aquélla profundamente y para mejor? O, por el contrario, ¿pensarán que la fe ha sido para nosotros un conjunto de prohibiciones, incompatibilidades y pesadeces? ¿Se puede pensar que para una gran mayoría de cristianos la fe es sólo el «cumplimiento» dominical o la devoción particular al santo milagrero al que se va con la intención de conseguir un sinfín de cosas? Tal vez no sea exagerada la apreciación. Y, naturalmente, el encuentro con el Reino de Dios no tiene nada que ver con todas esas cosas, no es en absoluto la prohibición sino la libertad, no es la renuncia sino la vida, no es un «no» permanente, sino un «sí» que se abre al futuro sin miedos ni complejos. Los primeros seguidores de Jesús descubrieron este tesoro. Y no sólo individualmente, sino colectivamente. Porque esto es la Iglesia: una comunidad que se siente unida por este mismo descubrimiento, y que se reúne para animarse a vivirlo personalmente, cada uno en su lugar, y al mismo tiempo para ser como un modelo en medio del mundo: para mostrar que hay una forma de vivir personal y colectiva que realmente funciona y da felicidad. Esa era, precisamente, la evangelización que realizaban los primeros cristianos: el ejemplo.

Las parábolas del evangelio de este domingo no sólo nos presentan cuál debe ser el valor fundamental del cristiano, quién debe ser su Dios, sino que nos ofrecen un modelo con el que contrastar nuestra existencia para saber si estamos en la pista del seguimiento de Jesús o si andamos «despistados», para saber si nuestro valor fundamental es el reino de los cielos o es cualquier otra cosa, para calibrar si nuestro dios es el Dios verdadero o es un ídolo. El cristiano no tiene otra posibilidad. El cristiano no puede tener otro valor fundamental que el reino de los cielos, debe construir su vida en torno al reino de los cielos, debe poner el reino de los cielos por encima de todo lo demás. Si no obramos así, ya podemos ir buscándonos otro adjetivo; el de cristianos no nos sirve. ¿Por qué no pararnos a pensar un momento sobre cuál es nuestro valor fundamental, sobre cuál es el «dios» en torno al cual hemos construido nuestra existencia? Y para proceder a rectificar, si fuera preciso.

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