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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

No es fácil ser cristiano. Nunca lo ha sido, pero, tal vez, ahora menos. Si preguntamos a nuestro alrededor, casi todos responderíamos que queremos ser cristianos; pero si profundizamos un poco, tenemos que reconocer que a todos nos gustaría un cristianismo cómodo, consolador, compaginable con otras tendencias a las que nos estimula la sociedad de hoy, un cristianismo hecho a la medida de cada uno. Pero no es eso lo que nos van a decir las lecturas de este domingo: nos hablan de cruz y renuncia, palabras no demasiado apreciadas hoy.

Sin embargo, los evangelistas no han escrito nada que no sea Palabra del Señor para su Iglesia, aliento y advertencia a la vez para los discípulos de Jesús que fueron en aquel tiempo y que serían después por el testimonio apostólico. A la Iglesia, como a Pedro, le ha sido revelada la verdad de Dios sobre Jesús de Nazaret; pero la Iglesia, lo mismo que Pedro, está sometida a las influencias de este mundo y puede llegar a pensar como este mundo, creyendo que es mucho más razonable la gloria que el abatimiento, los honores y los triunfos que los servicios y la cruz, guardar la propia vida que darla generosamente, ganar todo el mundo en vez de servir a los hombres y contribuir a que madure la auténtica esperanza. Si es así, si llega a ser así en un momento dado, la Iglesia tendrá que escuchar el reproche de Jesús, lo mismo que Pedro, por haberse cruzado en su camino y haberse olvidado de los planes de Dios. Estos principios que Jesús nos plantea no son los principios que nuestro mundo quiere meternos en la cabeza. Nuestro mundo, el mundo de los anuncios de la televisión o de los estímulos que cada día recibimos por todas partes, nos presenta como ideal eso de ser un triunfador, de ser más que los demás, de tener prestigio. Estos son los principios que nuestro mundo quiere meternos en la cabeza, para alimentar hasta el infinito la inmensa espiral del materialismo y del consumo. Y, más o menos, resulta bastante semejante a lo que el mundo de la época de Jesús había metido en la cabeza de la gente de entonces: el propio Pedro, ya lo hemos oído, le dice a Jesús que de ninguna manera, que él debe ser un triunfador, no un hombre que tenga que pasar por el sufrimiento por fidelidad al amor.

Anunciar la palabra de Dios, vivir en cristiano, lleva inevitablemente al sufrimiento, al dolor. No porque ser cristiano sea sufrir, sino porque ser cristiano verdadero contradice la mayoría de los «valores» de la sociedad en que vivimos. Si ahora el cristianismo no crea problemas en muchos ambientes injustos, es porque ha rebajado el mensaje de Jesús, equiparándolo a la mentalidad que domina en el mundo occidental, con la consiguiente pérdida de credibilidad. Ser cristiano es un gozo maravilloso, pero sólo para los seres humanos que esperan y viven del amor, para los hombres libres y generosos. Para los demás, el anuncio cristiano es un tremendo revulsivo que solamente produce irritación y problemas. Jesús vivió profundamente el amor. Orientar la vida según los valores de Jesús significa estar abierto a sus mismas perspectivas de cruz, pero también de luz.

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