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León

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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

En muchas de nuestras diócesis, el inicio del curso escolar coincide con encuentros de formación, reflexión y programación pastoral. Es un momento especialmente importante para examinar nuestra situación a la luz de la Palabra de Dios de modo que sea ésta y no nuestros caprichos los que orienten nuestra vida cristiana.

En el evangelio según san Juan, Jesús nos dice que el Buen Pastor conoce a sus ovejas. Y ellas «le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10, 4). Nunca ha sido fácil reconocer la voz del Pastor. Sobre todo porque nuestras apetencias nos proponen ideales que con demasiada frecuencia se oponen abiertamente a los valores evangélicos.

Pero hoy parece especialmente difícil escuchar la voz del Buen Pastor. En primer lugar porque la moderna afirmación de la libertad individual nos lleva a prescindir de este maestro y modelo de vida. Pensamos que cada uno de nosotros está más que autorizado a decidir lo que es la verdad, la belleza y la bondad. No es extraño que ésta sea la era del relativismo

En segundo lugar, los grandes ideales que habrían de hacer la vida más humana se han convertido en objeto de compraventa. El mundo parece una inmensa feria. Por todas partes nos atruenan los altavoces. Apenas se puede oír la voz del Pastor. De hecho, llega a perderse entre la algarabía de las infinitas voces que tratan de vendernos paraísos artificiales.

La confusión que se crea afecta a los cuatro ámbitos en los que se concreta la vida religiosa en general y la vida cristiana en concreto. El ámbito de las creencias, el de las celebraciones, el de los comportamientos y el de la oración. Son muchos los que están convencidos de que en todos o en alguno de ellos pueden elegir y modificar a su gusto.

Si bien se mira, esos cuatro ámbitos constituyen las cuatro manifestaciones que configuran el Catecismo de la Iglesia Católica: la fe y el credo; la celebración y los sacramentos; la vida cristiana y los mandamientos; la oración y el padrenuestro. He ahí los cuatro bloques de elementos simbólicos que nos mantienen unidos y nos definen.

Nos reconocemos como creyentes por aquello en lo que creemos o mejor por Aquel en quien creemos. Nos reconocemos como practicantes por los signos con los que vamos celebrando esa fe a lo largo de la vida. Nos reconocemos como personas éticas por las actitudes, los actos y las opciones que marcan nuestro comportamiento. Y nos reconocemos como orantes por el fondo, la forma y el espíritu de nuestra plegaria.

A propósito, con frecuencia se olvida el significado etimológico y la fuerza de las palabras más habituales. Es preciso recordar que lo sim-bólico es lo que nos une. Lo que desune a nuestras comunidades es precisamente lo dia-bólico. Tanto el examen de nuestra conciencia como la evaluación de nuestros programas pastorales deberían adoptar este criterio de discernimiento.

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