El núcleo de la fe
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
El evangelio que leemos este domingo, puede decirse que lo conocemos desde pequeños, de cuando aprendíamos a coro los mandamientos en las filas del catecismo: «Estos diez mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo».
Pero quizá de ahí proviene nuestro mal: que somos capaces de recordar y de saber, pero que esto no tiene excesiva resonancia en nuestra vida. Porque si se tratara de pasar un examen, ¿quién no conoce las grandes líneas del cristianismo y la manera como tiene que comportarse un cristiano? Pero no basta con decir: tenemos que hacer. Hace unos domingos, Jesús nos lo recordaba con la parábola de los dos hijos a quienes su padre envió a la viña y que podemos condensar en un conocido refrán: «obras son amores y no buenas razones».
El amor de Dios es lo primero, lo de siempre. Y es lo fundamental, es decir, lo que sostiene o debe sostener toda la vida y obras de los creyentes. Porque Dios se nos ha dado a conocer como amor, como el que nos quiere, como nuestro Padre. Por eso el ser hombre, más aún el ser creyente, consiste en corresponder con amor al amor de Dios. Y esto es fundamental, porque sabemos que Dios nos quiere, no porque seamos buenos o malos, sino porque él es bueno. De modo que el amor de Dios es gratuito, y así se pone fundamento también a la gratuidad del amor de los hombres. Si sólo queremos a los que nos quieren, la consecuencia es inevitable: también odiaremos a los que nos odian. Y así nos salimos del mandamiento principal, del principio de gratuidad.
La respuesta de Jesús se completa con el amor al prójimo. Porque Jesús no responde sólo a una pregunta, sino que responde también a los que le preguntan, a nosotros en esta ocasión. El amor de Dios es el fundamento, pero sólo puede fundamentar el amor practicado y realizado con nuestro prójimo. Así Jesús quiere evitar que sus interlocutores se anden por las ramas, instándonos a todos a aterrizar en la vida y con nuestros semejantes. De esta manera se evita también el narcisismo religioso de los que creen amar a Dios en abstracto, llenando su tiempo libre de prácticas religiosas, pero sin dar cabida a la caridad, a la justicia y a la solidaridad con los demás. No se puede amar a Dios, cuando se hace imposible la vida a los demás. Ni hay amor a Dios, cuando nada se hace por hacer posible la vida a todos. Así el amor al prójimo se convierte en el cristianismo en el termómetro que nos indica si amamos y en qué medida amamos a Dios.
Por eso, nadie puede jactarse de que ama a Dios, si no ama al prójimo. «El que no ama al prójimo, a quien ve, dice san Juan, no ama a Dios, a quien no ve». Ya no se puede poner a Dios como pretexto para desentenderse del prójimo. Jesús ha resuelto definitivamente la dicotomía entre ambos amores. Porque Jesús es Dios hecho hombre. Por eso, el amor a Dios y el amor al prójimo no son más que las dos caras de la misma moneda.