Diario de León

El Dios de Prometeo y el Dios de Jesús

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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

Yo que tuve compasión de los hombres, no fui hallado digno de alcanzarla yo mismo, sino que sin piedad de este modo soy corregido, un espectáculo que para Zeus es infamante».

El que así habla es Prometeo, encadenado a una roca por castigo de un Zeus sin piedad. Sus delitos son tres. Haber tenido compasión de los hombres. Haber puesto en ellos ciegas esperanzas para que dejaran de pensar en la muerte antes de tiempo. Y haberles entregado la roja llama del fuego para que progresaran en las artes y en la técnica. Tres hazañas que, celoso de su imperio, Zeus nunca podría tolerar.

Esa es la interpretación del mito que Esquilo ha plasmado en la tragedia del «Prometeo encadenado». Como se ve, el hombre se mostraba como un héroe, mientras que el dios aparecía como un malvado envidioso. De ahí a renegar de su divinidad no había más que un paso. La apuesta era fácilmente adivinable.

En la ciudad de Nueva York, la dorada estatua de Prometeo triunfa y rebrilla en el corazón del Centro Rockefeller. Seguramente el símbolo no ha sido elegido por azar. Todo aquel conjunto de inmensos rascacielos es como el templo del nuevo paganismo.

Dios ha sido finalmente destronado. Y su trono lo ocupa ahora Prometeo, que al fin ha sido liberado de cadenas. Evidentemente Dios es malo. Y el héroe del fuego y la esperanza es la bondad compasiva y amiga de los hombres. Esa es la lección que recibe el visitante. Y ése es el catecismo del ateísmo militante.

Pues bien, alguna vez habrá que desenmascarar un equívoco más que centenario. Es verdad que el creyente ha de estar dispuesto a confesar al verdadero Dios. Pero también el ateo ha de saber distinguir al Dios al que renuncia. El ateo contemporáneo puede tener muchas razones, personales y sociales, para serlo y pregonarlo. Pero que no se engañe ni trate de engañar a otros, identificando a Zeus con el Dios de Jesucristo.

En el viejo mito de los griegos, Zeus odiaba a los hombres. Según el evangelio de Jesús de Nazaret, «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Con hermoso contraste, retomado ahora por Benedicto XVI, lo explicaba ya san Bernardo de Claraval: «Dios no puede padecer, pero puede compadecer».

Y para compadecerse de la suerte humana, adoptó la humana naturaleza, recorrió sus caminos y aceptó su misma suerte y su misma muerte. El Dios de Jesucristo no es enemigo de la humanidad. No tiene celos del progreso humano. Al contrario. Dios es la fuente de la vida. Es la inspiración y la fuerza del desarrollo integral de la persona y de la armonía de la sociedad.

Jesús sufre como sufre Prometeo. Pero no se pueden confundir. Si el héroe del fuego sufre el cruel castigo del padre de los dioses, el Hijo de María sufre para mostrar a los hombres el amor sin reservas del Dios que los ha creado a su imagen.

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