Diario de León

Sólo se tiene lo que se entrega

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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Cuando conocemos a una persona noble y buena, de espíritu sencillo, que acoge a los demás, que escucha, que ama y que se dedica a servir a los demás, a comprometerse por su bien..., nos damos cuenta de que esta persona nos «atrae». Imanta hacia estas actitudes, que son el Evangelio vivido. Así es Jesús. Quien le conoce queda cautivado por su persona, por su amor. Jesús irradia y comunica el amor de Dios a cuantos se le acercan. Y es que el amor auténtico atrae y se difunde. Sólo un amor así es digno de fe. Y sólo un amor como el suyo crea «alianza», comunión indestructible, entre el Padre y la Humanidad. Esto lo alcanzó con el precio de su sacrificio, de su entrega hasta el extremo. «El, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo, a obedecer» y ahora es para todos autor de salvación eterna. Su obediencia al Padre es para nosotros gracia y perdón. Su vida sigue atrayéndonos, porque es una vida totalmente entregada al Padre y a los hermanos. ¿Quién es capaz de amar y de entregarse de este modo, hasta este extremo? Si queremos ser buenos discípulos suyos, ¿seremos capaces de seguirle en la entrega de toda nuestra vida? Sus palabras son contundentes: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna».

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Caer en tierra es arraigar donde estamos, hacernos carne de nuestra gente y hacer nuestros sus sufrimientos y sus luchas. Morir para dar fruto, perder para ganar, sufrir con constancia y esperanza para vencer el orgullo y la altivez, morir para resucitar. El que guarda su vida la pierde, pero el que da la vida, la gana. Porque sólo hay dos maneras de vivir: o entender la vida como un botín, que hay que disputar a todos en despiadada competencia, caiga quien caiga, porque sólo vamos a lo nuestro; o entender la vida como una comunión, en la que hay que compartir y repartir para que todos puedan vivir, sin excepción, porque lo que nos importa es el amor y la solidaridad. El que así piensa y vive, al morir no pierde la vida, sino que la da. Es el caso de Jesús. Vino para que tuviéramos vida, para que todos tuviéramos vida, y por esa noble causa se entregó. Por eso su vida no se ha perdido, no se ha malogrado, sino que sigue siendo la vida del mundo, de los creyentes, nuestra vida. Si tomamos clara postura por El, no podremos dejar de estar allá donde Él está: en la Eucaristía, en la oración, en nuestro interior, pero también en la vida de cada día. Él está enterrado en los surcos de lo bueno y lo malo del hombre. Es aquí donde también hemos de enterrar nuestro grano de trigo para que crezcan nuevos horizontes de comunión, de compañía, de amor.

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