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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Pascua es «la fiesta de las fiestas», porque es el día de la resurrección del Señor. Por esto, hoy, cielos y tierra cantan el aleluya, expresión de alegría que significa «alabad al Señor», antiguo grito de alabanza litúrgica heredado del culto judío. Celebramos hoy, después de escuchar esta pasada noche el anuncio pascual, el hecho central de nuestra fe: que Cristo, tal como decimos en el Credo, después de su crucifixión, muerte y sepultura, «resucitó al tercer día». Cristo resucitó por todos nosotros. Él es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, que todos estamos llamados a compartir desde ahora.

Mediante el bautismo, su presencia se ha compenetrado con nuestro ser y nos da ya ahora, germinalmente, la gracia de nuestra futura resurrección. El pasaje de la Carta a los Colosenses que leemos en la Misa de hoy es una reminiscencia de una homilía bautismal y nos sitúa muy bien en el sentido de esta fiesta para nosotros: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios...». En Cristo todo adquiere un sentido nuevo. Por esto en la Pascua, como nos recuerdan a menudo los Padres de la Iglesia, se alegran a la vez el cielo y la tierra, los ángeles, los hombres y la creación entera. Y es que todo está llamado a ser transfigurado, a ser liberado de la esclavitud del pecado y a compartir la gloria del Señor Resucitado. Si nuestra fe es sincera, nuestra alegría pascual tiene que ser profunda y contagiosa. Pascua nos pide amar la vida más que a nadie.

Sin la resurrección de Cristo no se habrían escrito los Evangelios ni existiría la Iglesia. Los Apóstoles fueron, antes que nada, testigos de la resurrección de Jesús, como vemos hoy en la predicación de Pedro, que se lee en la primera lectura de la Misa de Pascua. Aquel mismo testimonio, que ha sido como un fuego que ha ido dando calor a las almas de los creyentes hasta hoy, llega en este año de gracia hasta nosotros. No es que nos reúna, sin más. Es que debemos ser conscientes de que no tenemos otro objetivo, en nuestra convocatoria de hoy y de cada domingo —¡todo el año es como una celebración pascual!— que acoger el don de Dios Padre en Cristo Viviente y transmitir este mensaje a quienes nos siguen. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir la buena noticia de que, en Cristo, la vida ha vencido a la muerte, como glosa poéticamente la secuencia de la misa. Digamos al mundo en el día santo de Pascua, y todo el año que «lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta».

Expresamos en la Eucaristía de hoy estos tres aspectos de la Pascua: damos gracias al Padre por su constante acción amorosa y fecunda; reconocemos a Jesucristo vivo en nosotros, revelador y comunicador de la vida de Dios; y pedimos ser más fieles a esta vida siempre nueva y para todos, que nos permite abrirnos sin miedo a la alegría, al compromiso, a la esperanza, al amor.